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De la extrema pobreza al delito

La calle puede ser para niños y adolescentes prenuncio de riesgos de alto voltaje y un germen para el delito.

En casi todas las ciudades de alguna importancia del país se ha extendido el fenómeno de chicos y adolescentes que se ofrecen, en intersecciones callejeras de tránsito intenso, a limpiar el parabrisas de vehículos particulares.

Sería, en principio, una cuestión intrascendente, de no ser por aspectos de diferente y delicada índole. Uno de ellos es que constituye un reflejo de la pobreza extrema que crece en los centros urbanos y de la falta de estímulos eficientes para insertar a esa juventud en el mundo escolar o laboral.

La calle es muchas veces para los menores prenuncio de riesgos de alto voltaje, sobre todo cuando a la vagancia se suma la drogadicción y a ésta sigue, inevitablemente, el delito, hasta completarse un círculo fatal.

El segundo aspecto por considerar es que la limpieza de los parabrisas se suele presentar muchas veces de manera intimidante y agresiva. La operación se realiza con elementos precarios, como no podría ser de otro modo, pero comienza aun antes de contarse con el consentimiento de los automovilistas. La gente queda así en la situación de aceptar tareas onerosas para las que no ha manifestado el consentimiento o de verse expuesta, de lo contrario, a denuestos o golpes en los vehículos.

La avenida Alem, en cercanías del hotel Sheraton, es a menudo uno de los escenarios de violencia en los que pacíficos automovilistas corren el albur de la humillación, el daño o el despojo por parte de adolescentes cuyo vigor físico, potenciado en asociación ilícita por cómplices de la misma edad, se hubiera dicho preparado para actividades laborales más exigentes y, desde todo punto de vista, útiles. También en varios tramos de las avenidas Del Libertador y 9 de Julio, como en tantos otros lugares, se suceden hechos parecidos, en lo que, como en una incesante tragicomedia de absurdos, lo más habitual es que se pretenda asear, de forma airada, lo que a la vista está limpio y no sucio.

Se dice que la policía -¿cuál de ellas: la Federal, la Metropolitana?- dispersa a los aprovechadores de tanto en tanto, pero aun así esto resulta insuficiente, a juzgar por la reiteración de episodios, bastante deplorables, por cierto, que se suceden a diario. Si esto ocurre en arterias transitadas de modo habitual por los más altos funcionarios de la Nación, ¿qué pueden esperar los ciudadanos respecto de la seguridad en zonas menos vigiladas y transitadas?

No hay temas menores cuando se trata de la convivencia civilizada que el Estado debe asegurar a la población. A la inseguridad física apabullante que se sufre a diario, y de la que testimonian asaltos y crímenes producidos con alevosía inaudita y a menudo sin resistencia de las víctimas, se suma, pues, aquel diezmo impuesto a los automovilistas. La exacción -no otra cosa es tal atropello- se consuma en medio del maltrato y la impotencia ante sujetos que se mueven a su antojo en lo que debería constituir, según la lógica urbana, una de las áreas de mayor y eficaz vigilancia en el territorio nacional.

La citada exacción no alcanza las características inauditas que tomó recientemente el fenómeno de los mal llamados "cuidacoches" o "trapitos", que en inmediaciones de estadios y con una sospechosa incapacidad policial para ponerles coto exigen a los automovilistas sumas elevadísimas a cambio de un servicio que efectivamente ni siquiera prestan. Sin embargo, es reveladora de un proceso que a corto plazo termina acostumbrando a los menores que se mueven en la calle a convivir con el delito.

Tomemos todo esto como una metáfora en escorzo de un Estado de Derecho que hace agua como consecuencia de la desidia institucional de los responsables del orden y la educación públicas y de los que deberían prevenir la pobreza extrema, que afecta, como se sabe, a importantes franjas de la sociedad.