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David y Goliat

* Por | Fernando Henrique Cardoso (Ex presidente de Brasil). Ahora, las clases medias y las más pobres quieren mayor gasto público y empleo más abundante; los conservadores quieren ortodoxia fiscal sin aumento de impuestos y a los muy ricos poco les inquieta la reducción del gasto social, en tanto que la propiedad de cada uno se mantenga intocable. Fernando Henrique Cardoso.

A  propósito del actual dilema estadounidense, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, comentó que por primera vez en mucho tiempo existe un gran abismo entre el poder, la economía y la sociedad.

Puede parecer banal, pero no lo es: en Estados Unidos, el "ideal americano" daba solidez a un camino en común para el país. Sí, había tensiones y las tendencias más progresistas chocaban con las más conservadoras.

Las grandes empresas siempre han querido controlar más de cerca al gobierno. Los gobiernos se inclinaban para atender los reclamos de la mayoría o bien asumían la cara más circunspecta de quien escucha las ponderaciones de orden, el económico en primer lugar. Pero, mal que bien, la libertad, la democracia, la prosperidad y la acción pública caminaban más o menos en conjunto.

¿Y ahora?, podría preguntarse perpleja la secretaria de Estado. Ahora, digo yo, parece que las clases medias y las más pobres quieren mayor gasto público y empleo más abundante; los conservadores quieren ortodoxia fiscal sin aumento de impuestos y a los muy ricos poco les inquieta la reducción del gasto social, en tanto que la propiedad de cada uno se mantenga intocable.

En medio de todo esto, la crisis provocada por el "casino" financiero surgió como un terremoto. Después vino el marasmo de la inflación con estancamiento y, peor todavía, se perfiló lo que hasta hace poco tiempo era impensable: ¡la moratoria del país más rico del mundo!

Las verdaderas batallas. Detrás de la batalla económica se desarrolla otra, más profunda: la del poder.

El Tea Party –el movimiento de los ultrarreaccionarios del Partido Republicano– puso contra las cuerdas al gobierno de Barack Obama. La agenda política, incluso una vez "resuelta" la cuestión del tope del endeudamiento, pasó a ser dictada por ese grupo: dónde y cuánto recortar en el presupuesto de un país que requiere muletas para reavivar su economía.

En Europa, las cosas no andan mejor. Cada sacudida de la economía estadounidense aumenta el contagio de este padecimiento: las tasas de interés cobradas a los países más endeudados se van a las nubes. La calle se agita y no faltan movimientos de "indignados" que ven al pueblo sufrir las amarguras del desempleo y la desesperanza, y al que además se le cobra para cuadrar las cuentas.

Y, naturalmente, en Estados Unidos, los que más tienen, los que más especularon y despilfarraron (incluso los gobernantes imprevisores) agitan la polvareda y quieren dar la vuelta por encima. Esperan que más control, más rigidez en el gasto público y menos salarios resuelvan el estancamiento.

No se dan cuenta de que, cada tantos meses, una nueva tormenta agita los inestables equilibrios alcanzados. Y de aquí a 30 años, los historiadores verán hacia atrás y dirán: "Ah, sí, la gran crisis de los derivados empezó en 2007/2008, fue cambiando de rostro pero continuó hasta que, por ahí de 2015-2020, empezaron a dar señales de vida nuevas formas de producción y de distribución del poder".

¿Y nosotros? ¿Cómo andamos nosotros en esta periferia gloriosa?

Lejos del ojo del huracán, cantamos glorias por lo que hacemos en Brasil, por los errores que otros cometieron y que nosotros no cometimos, pero pensamos que poco importa: el vendaval del mundo barrió la riqueza de una parte del globo a otra y nos benefició. ¿Es así exactamente? ¿Será que la proeza de evitar las olas del tsunami impide que la malignidad del resto del mundo nos alcance? Tengo mis dudas.

Nos falta, como le impusieron los reaccionarios a Obama, una agenda, pero que sea nueva y no la desgastada de Estados Unidos. Esa nueva agenda existe; se expone todos los días en los medios y no es propiedad de ningún partido o gobierno. Pero ¿dónde está la argamasa, como el antiguo ideal americano, para contener las divergencias, el choque de intereses y guiarnos hacia un nivel de más seguridad, más prosperidad y más cohesión como nación?

Sin que haya comparación, la presidenta Dilma Rousseff está aprisionada en un dilema del tipo que atrapó a Obama. Sólo que en el caso de Estados Unidos, la crisis apareció como económica para convertirse después en política. En nuestro caso, surgió como política, pero podría volverse económica.

Me explico: la presidenta es heredera de un "sistema", como decíamos en el período del autoritarismo militar. Ese funciona solidificando intereses del gran capital, de los estatales, de los fondos de pensión, de los sindicatos y de un conjunto desordenado de actores políticos que pasaron a legitimarse como si expresaran un presidencialismo de coalición, en el cual se trueca la gobernabilidad por favores, por cargos y todo lo que de eso se deriva.

Esta tendencia no es nueva. Se fue constituyendo a medida en que el "capitalismo burocrático" (o "capitalismo de Estado", o como se lo quiera calificar) recabó amplios apoyos entre sindicalistas, funcionarios y empresarios sedientos de contratos y pasó a convivir con el capitalismo de mercado, más competitivo. En la ola del crecimiento económico, los acomodos se fueron volviendo más fáciles, tanto entre intereses económicos como políticos (incluyendo en éstos los "fisiológicos" y la corrupción).

Al principio, pareció un fenómeno normal de las épocas de prosperidad capitalista, que sería pasajero. Pero poco a poco se fue viendo que era más que eso. Cada parte del sistema necesita de la otra para funcionar y el sistema en sí necesita de la anuencia de la gente atraída por las subvenciones familiares y los empleos de bajos salarios, y necesita de símbolos y de voz. Esta vino con el "predestinado": el lulismo (del anterior presidente Luiz Inácio Lula da Silva) anestesió cualquier crítica, no sólo al sistema en general sino también a sus partes constitutivas.

Es en este punto donde muerde el bicho. La presidenta es menos permisiva con ciertas prácticas condenables del sistema. No obstante, cuando empieza a hacer limpieza, se rompen las piezas de todo el engranaje.

Sin indulgencia ni complicidad entre las diversas partes, ¿cómo obtener apoyos para la agenda necesaria para la modernización del país? Y sin esta agenda, ¿cómo hacerles frente a la competencia de China, a la relativa desindustrialización o, mejor dicho, a la "desproductividad" de la economía, y arbitrar entre los intereses legítimos y los de quienes no necesitan más apoyo del gobierno, provengan estos de sectores populares o empresariales?

Es muy pronto para prever el curso de esta historia, que apenas comienza.

Pero no hay duda de que para deshacer la herencia recibida, se necesitará no sólo "voluntad política", sino también, lo que es tanto más difícil, rehacer los sistemas de alianzas.

Es la lucha de David, sólo que en este caso, Goliat es el padre de David.