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Cultura pirata

*Por Hernán Durso. Tiene derecho un artista a cobrar por sus creaciones? No hablemos de un pintor que vende un cuadro, o un escultor su escultura.

En esos casos se trata de piezas únicas, que se cotizarán en el mercado de acuerdo con infinitas variables, sobre las que no pretendo aquí profundizar.

Me refiero a un músico, un escritor, un cineastaà artistas cuyas obras están orientadas al consumo masivo, a partir de numerosas reproducciones. Esos artistas ¿tienen derecho a cobrar por sus creaciones, o éstas forman parte del dominio público, una suerte de patrimonio universal de la humanidad al que los dotados con dichos talentos deben aportar sin esperar nada a cambio?

Si usted como yo -y como la legislación vigente- entiende que alguna retribución merecen por su esfuerzo, y que se tiene derecho a ella cada vez que la obra se reproduce, entonces coincidimos en algo que técnicamente se llama derecho de autor, y que precisamente ampara a los creadores al conferirles derechos exclusivos sobre sus obras.

Está claro que este tipo de materiales culturales admite cierta circulación: todos hemos compartido, prestado o recibido a préstamo algún libro, disco o video. Ni hablar de las posibilidades que ofrece hoy en día la webà baste recordar los trillados casos de Taringa! o Cuevana. Y aquí la pregunta: ¿Puede sostenerse esta forma comunitaria de consumo sin atentar contra los intereses -y la producción creativa- de aquellos artistas?

La española Lucía Extebarría (Premio Planeta 2004), por ejemplo, dijo hace poco que dejará de escribir, al sentir vulnerado su derecho ante la irrestricta piratería de su novela. El contenido del silencio. En el otro extremo, autores como Neil Gaiman responderían -en un diálogo imaginario- que el compartir textos completos por Internet les ha valido el aumento en las ventas de los otros libros de su autoría.

Y es posible que así haya sido, pero la diferencia entre ambos es tan sencilla como abismal: mientras que lo de Gaiman consistió en una estrategia de marketing, realizada deliberadamente y consensuada con el autor; en el caso anterior se ignoró por completo la voluntad de la escritora y se la privó de decidir sobre su obra, transgrediendo su legítimo derecho. Él pudo hacer uso del derecho que posee sobre su trabajo, y eligió compartirlo (sólo una parte, por cierto; la que consideró que servía mejor a sus fines). Extebarría eligió algo diferente, pero la realidad se le impuso.

Son sólo ejemplos ilustrativos, aunque lo mismo sucede a diario con cientos de artistas. No todos pueden decidir en forma taxativa el destino de sus obras, porque ese derecho -considerado como uno de los derechos humanos fundamentales y contemplado en la Declaración Universal de Derechos Humanos- les es arrebatado. Habrá quienes esgriman argumentos contra las industrias discográfica, editorial y cinematográfica para justificar la piratería. ¿Pero acaso alguno de esos argumentos podría respaldar el robo liso y llano que ésta significa para el autor?

Limitar esta práctica nada tiene que ver con la censura, ni tan siquiera con acotar el derecho de expresión. La web se ha transformado en un maravilloso canal para manifestarse y una forma económica, rápida y segura de llegar a públicos extensos y geográficamente dispersos.
Cualquiera puede elegirla como medio para sus divulgaciones, mientras lo que divulgue no vulnere ni atente contra los derechos ajenos. Pocas frases tan gastadas como esta: Mi derecho termina donde comienza el del otro.

La ocasión hace al ladrón, reza otra. Que esas piezas artísticas objeto de nuestro deseo se encuentren fácilmente, estén disponibles y se ofrezcan gratis hace que a veces ni siquiera nos cuestionemos la legalidad de lo que hacemos. Aunque definitivamente eso no esté bien, ni -mucho menos- sea justo.