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Cuando se manipula la verdad

* Por Claudio R. Negrete. El valor más importante de una sociedad no está compuesto por su institucionalidad, la igualdad ante la ley, el pluralismo cultural, la tolerancia racial y religiosa o la libertad de expresión.

 Si bien todas estas definiciones y prácticas son esenciales para las relaciones humanas y sociales, hay un valor que está por encima de todo: el de la credibilidad o, en otras palabras, la confianza que la sociedad se tiene a sí misma. Se trata de un activo intangible que se construye pacientemente en el tiempo, se transmite de generación en generación, se fragua en la diversidad de opiniones. La construcción de esa credibilidad tiene un único y excluyente insumo: la información que se genera y utiliza. Cuanto más veraz sea la que circule, mayor fortaleza tendrá una comunidad. El círculo virtuoso se mantiene con aquello de que yo creo en lo que los otros dicen porque ellos creen en lo que yo digo.

La información es producida mediante un complejo entramado de sistemas que interactúan permitiendo al ciudadano y a la comunidad ubicarse en los distintos planos de su realidad para saber actuar. Por eso no es mero entretenimiento. Es elaborada y legitimada por una inmensa red de fuentes anónimas y públicas, personales, sociales e institucionales, políticas, empresariales e intelectuales. Todas, desde distintos lugares, hacen sus aportes al flujo informativo que, como la sangre, alimenta a los miembros del cuerpo social. En ese proceso es tan importante lo que comunica el Servicio Meteorológico como una empresa, un club de fútbol, un sindicato, la intendencia de un remoto pueblo del interior, la etiqueta de un producto, una ONG, las declaraciones públicas de un legislador y la propaganda de los actos de gobierno.

Las fuentes productoras de noticias (los medios tradicionales perdieron ese monopolio) son responsables directas de su calidad y contribuyen decididamente al mantenimiento de la credibilidad social. Hace tiempo que en la Argentina se viene comprobando un progresivo deterioro del valor de la información a raíz del crecimiento sostenido de distintas formas de manipulación, que a veces son evidentes pero en su mayoría se dan de modo subrepticio. La sociedad intuye, percibe, sabe y comprueba todos los días que le llega información sucia, deliberadamente deformada, presentada como verdad. Lo peligroso de las noticias que se ocultan, parcializan o niegan a otras es que terminan afectando relaciones personales, colectivas, sectoriales e institucionales. Hace tiempo que se nota en el país una sensación de sospecha sobre todo lo que se transmite y se recibe públicamente. La responsabilidad de las fuentes informativas es central en esto; pueden contribuir, decididamente, a la contaminación del circuito y a sembrar dudas sobre la veracidad de lo que se comunica. Muchas veces suelen convertirse, finalmente, en agentes de desinformación.

La Constitución Nacional consagra el marco de referencia al derecho de información y libre expresión. Distintas normativas a niveles nacional, provincial y municipal establecen reglas sobre el derecho a la información pública. La Bolsa de Comercio impone obligaciones de transparencia informativa a las empresas cotizantes. Las universidades de comunicación y periodismo enseñan las formas responsables de procesarla. Los medios ofrecen sus propios códigos éticos y prácticos para el ejercicio de la profesión. Los gremios defienden la integridad del trabajador de prensa, y se suelen invocar cláusulas de conciencia para preservar ideologías y creencias. Y las ONG se han incorporado últimamente como auditores sociales. Todos estos criterios establecidos y aceptados tienen como objetivo fundamental acotar las eventuales intenciones manipuladoras sobre este insumo esencial para la vida social. Pero también son sistemáticamente violados.

Las evidencias de mensajes manipulados, cuando no contradictorios, llegan a la sociedad por variadas vías. Los gobiernos manipulan la información oficial según sus necesidades. El político la usa como un instrumento más de su construcción de poder. Encuestadores instalan en la agenda pública resultados hechos a la medida de quienes les pagan. Empresas confunden la propia promoción con el derecho de la sociedad a ser informada y están siempre bien dispuestas a utilizar dinero para condicionar a su favor las noticias que las involucran. Se puede afirmar que la cultura y práctica dominante en el poder político y económico es que la prensa y los periodistas (de toda ideología, credo, sector social y ubicación en el mercado) pueden ser condicionados, cooptados o directamente comprados para lograr el control de la información. Y esta cultura, que en esencia es manipular al otro, se retroalimenta de periodistas dispuestos, y sin pudores, a integrar el grupo del "le pertenezco". También es común ver a medios de comunicación y periodistas (de toda ideología, credo, sector social y ubicación en el mercado) parecerse más a sus anunciantes y financistas que a los lectores, oyentes o televidentes que de buena fe siguen creyendo en su imparcialidad. Ni qué hablar de las promesas incumplidas de funcionarios públicos; la instalación de operaciones políticas y judiciales; el doble discurso, la farándula chimentera inventando peleas con fines promocionales de negocios del espectáculo. Rumores de toda clase corren con entidad, se abusa del off the record ; se difunden anticipos de noticias relatadas con verbos potenciales que nunca se concretan, y hay periodistas que se prestan a protagonizar avisos publicitarios de productos de consumo. Hasta las aparentes e inofensivas publinotas y photoshops no aclarados sirven a la construcción de la simulación informativa. Todo esto tiene como resultado final la confusión y el engaño de la gente.

Paradójicamente, una de las primeras víctimas de esta manipulación informativa son los propios manipuladores. Nadie como ellos sabe del funcionamiento de este proceso tramposo que lleva implícitos una profunda subestimación y desprecio del público receptor por aquello de "hagámoslo, que no se dan cuenta". Como se comprueba en la lógica de los políticos, el manipulador y sus socios se mueven detrás del éxito inmediato, pero saben que hoy ganan y que mañana esa misma cultura se los llevará puestos también a ellos. En realidad, perdemos todos.

Hay ejemplos concretos acerca de cómo esta costumbre mal habida ha inducido a un creciente y peligroso desinterés social. En las elecciones legislativas de 2009 se registró el índice más alto de ausentismo desde 1983. Casi el 30% de los argentinos decidió no ir a votar, y uno de los motivos fueron las denuncias de fraude hechas por la oposición. Nunca se comprobaron. La última medición de confianza y hábitos mediáticos de los argentinos realizada en agosto por la consultora CIO aportó datos preocupantes: el 78% manifestó su desconfianza hacia la presidenta de la Nación y sus ministros; el 88%, en el Congreso; el 90%, en los sindicatos; el 84%, en la Justicia; el 87%, en las empresas, y el 77%, en las fuerzas de seguridad. La mitad dijo no creer en los periodistas. En 2005, el Foro de Periodismo Argentino (Fopea, ONG que reúne a 300 periodistas de todo el país) encargó una encuesta para relevar la opinión de los periodistas en actividad, y con cargos, sobre distintos temas de su trabajo de informar. Una de las revelaciones más impactantes fue que el 95% reconoció que son habituales las prácticas no éticas en el ejercicio de la profesión. Es decir, se subordina la información a otros intereses.

Probablemente, muchos de los problemas de relacionamiento que tenemos los argentinos -que algunos califican de crispación y falta de diálogo y otros, de individualismo militante- se puedan explicar porque nos hemos acostumbrado a convivir en un estado de sospecha permanente que se mantiene viva gracias a la información manipulada. Y este estado de desconfianza construye otro sistema de vínculos basado en la inseguridad personal, la desconfianza hacia el otro, los prejuicios, los resentimientos y los celos, que minan las bases de la credibilidad colectiva. La vida institucional argentina está cruzada y determinada por estas deformaciones.

Sería importante que como sociedad nos pusiéramos el objetivo de recuperar ese estado maravilloso de la confianza común. Para que eso ocurra, necesitamos ser informados sin manoseos, responsablemente. El descrédito del Indec y sus estadísticas se soluciona con una decisión política. En cambio, la reconstrucción de la credibilidad social es una tarea más ardua y compleja. Se trata de un esfuerzo colectivo que debería partir de sincerar, primero, que nos hemos acostumbrado a convivir entre sospechas y mentiras. El paso siguiente debería ser resolver una contradicción ética: decidirnos a vivir entre pequeñas y grandes mentiras o entre pequeñas y grandes verdades. Parecen similares, pero están en las antípodas. O como definiera el gran escritor checo Milan Kundera: vivir en la verdad, no mentirse a sí mismo ni a los demás.

Aunque pueda incomodar y doler.

De esto depende la calidad de la sociedad que podamos construir hacia el futuro.