Cuando el poder es ciego
*Por Santiago Kovadloff. Otro espectáculo bochornoso. Tras perder abrumadoramente las elecciones en Santa Fe, el kirchnerismo , que contó en los días más álgidos de la campaña nada menos que con la presencia en la provincia de la presidenta de la Nación, niega ahora que esa derrota lo haya afectado.
Por qué procede así? ¿Para quién? ¿Qué significa ese desprecio de las lecciones de la realidad que él mismo contribuye a crear? ¿Qué es esa marginación brutal a la que se condena al candidato propio y derrotado y que todo lo dio por su causa? ¿Fue él acaso el único responsable o, mejor, el responsable principal de la derrota? ¿No es un signo de fortaleza e integridad admitir lealmente lo ocurrido aunque no sea favorable?
¿Fue Barack Obama un pusilánime y no un hombre de temple cuando reconoció, meses atrás, que los republicanos le habían dado una paliza en la disputa por el control legislativo? ¿Y qué concepto de la democracia es el que palpita por debajo de este procedimiento del oficialismo autóctono?
Realizaciones no menos significativas e incluso más relevantes que algunas del gobierno nacional pueden ser exhibidas por varias administraciones provinciales de orientación no oficialista, entre ellas las de Santa Fe y San Luis . ¿Cómo es posible que el Frente para la Victoria no advierta que, subestimándolas, no sólo reniega de la verdad, sino que, con ello, se echa encima la antipatía de mucha gente lastimada por su soberbia y su hipocresía y que bien podría apoyarlo si procediera de un modo sensato? ¿Tanto le cuesta al oficialismo advertir que esa forma burda y despreciativa de actuar sólo sirve para echar luz, cada vez más luz, sobre su escasa sustancia democrática, su falta de sentido común para ganar auténticos adeptos y su inocultable repugnancia hacia el federalismo?
Los costos electorales pagados por el Gobierno en lo que va del año son cada vez más altos. Todos ellos, fruto de su desatino, de contradicciones que él mismo acentúa, de sus actos de corrupción, de encubrimientos que lindan con la estupidez cuando no con el cinismo y de las desmesuras grotescas de una conducción política que, siguiendo la enseñanza patética del avestruz, se muestra empeñada en probar que no sucede lo que pasa.
Lo ha dicho Julio Bárbaro, peronista cabal, tras la derrota oficialista del 10 del actual en la ciudad de Buenos Aires. "Estamos sufriendo [los peronistas] las consecuencias de una política sectaria y excluyente, de una soberbia exagerada por parte de quienes pueden haber tenido aciertos. Eso igualmente no le da derecho [al Gobierno] a despreciar y degradar a sus adversarios. Degradar al vencedor implica degradarse a uno mismo. Hay que preguntarse qué vientos liberamos para el que el voto nos abandone."
Era de prever que, una vez más, la mugre impregnara la campaña electoral porteña. No se entiende, sin embargo, qué ventaja concreta tendría Mauricio Macri convirtiéndose en el promotor de este nuevo ventarrón de inmundicia desatado sobre la ciudad, cuando las encuestas serias ya lo daban como holgado ganador. Y no hablamos ya de integridad moral. Hablamos, descarnadamente, de cuestiones utilitarias. Es plausible pensar, en cambio, que quienes se valen de ese sórdido método de concebir y practicar la política buscaban perjudicar al anunciado vencedor y no al vencido. No hay duda de que Daniel Filmus ha sido atacado explícitamente y que ese ataque merece el repudio de todos nosotros. Pero, implícitamente, la bala de plata parece haber sido dirigida a la cabeza de Macri.
El resultado de las elecciones provinciales en Santa Fe acercó todavía más al oficialismo a ese espejo donde no se quiere mirar, un espejo que le dice que no es lo que piensa. Nadie ha contribuido tanto como él mismo a desbaratar lo que más le conviene.
Nada es gratis en política. Como lo ha señalado Alfredo Leuco, el hartazgo social crece día a día. Abundan los delitos que rozan al Gobierno, estallan los hechos de corrupción que comprometen a sus funcionarios y allegados, pero nada vulnera el silencio en que el Poder se empecina, persuadido de que callando escapa a los efectos de lo que sucede.
No querer o no saber advertir hasta qué punto se contribuye a sembrar la propia desgracia es un rasgo de los personajes trágicos que los griegos antiguos retrataron para siempre. Lo que el oficialismo se empeña en no admitir incide profundamente en el ánimo social. En ese electorado que a la hora señalada le recuerda al Gobierno lo que él pretende olvidar. Es inútil escapar hacia adelante. Durar en el poder no es lo mismo que contar con sólida representatividad. Ya se sabe qué les pasa a los que escupen para arriba.
Es inverosímil catalogar como fascistas -cosa en la que se deleitan tantas voces progubernamentales- a quienes no clausuran quioscos para impedir la difusión de periódicos oficialistas o a quienes no persiguen a botellazos a dirigentes políticos del kirchnerismo. Como también es inverosímil caratular como fascistas a quienes no definen como canallas a los gobernantes del Frente para la Victoria. ¿Cómo llamar entonces a los aficionados a estas prácticas? ¿Bastará decir de ellos que son funcionarios del Gobierno, miembros de La Cámpora y militantes de la juventud sindical?
Una de las evidencias de veras inquietantes y difíciles de digerir que le imponen al Gobierno el triunfo socialista en Santa Fe, el de Pro en la Capital y el excelente posicionamiento de Del Sel en su provincia es que los jóvenes que no están de su parte distan de ser pocos o indiferentes a la política. Y, más todavía, que no necesariamente es el oficialismo el que está en mejores condiciones para esgrimir los argumentos atractivos, hondos y modernos a la vez que aspiran a conquistar al electorado juvenil. Acaso la vieja política -esa que el Gobierno dice combatir- lo tenga, a los ojos de incontables jóvenes, por uno de sus representantes más conspicuos.
Como bien ha dicho el ex presidente Ricardo Lagos, muchos son todavía (aunque no tantos ya como ellos mismos suponen) los que siguen aferrados con uñas y dientes a las "utopías regresivas de los 70", sin querer ver que "las nuevas generaciones y aun las anteriores votan por programas de futuro y no por pleitos del pasado".
Al socialismo no lo premió primordialmente el temor generalizado a la inseguridad, la disconformidad agraria ni el rechazo a la altanería del frente kirchnerista. Lo premió, sobre todo, el reconocimiento a una gestión eficiente en el orden local. El voto disconforme con el Gobierno se volcó francamente hacia Del Sel. Disconforme y, además, persuadido de que hay con qué enfrentar al oficialismo en las elecciones del 23 de octubre. Una convicción que los santafecinos comparten con los porteños en una de esas coincidencias que la historia del país no ha premiado nunca con la abundancia de ejemplos, pero que, al parecer, hoy se ha vuelto imperiosa.