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Crónica desde el Hospital Ramos Mejía

O las cosas que hay que hacer para que te abrace un moreno.

A las diez de la mañana sonó el teléfono, era mi hija con este sucinto mensaje: "Mami, Mónica Fumagalli y su pareja están solos en Buenos Aires, y Mónica está enferma ¿podés hacer algo?". Me lancé al rescate. Mónica es italiana, y como la mayoría de las amigas de mi hija, y las mías propias, está un poco loca. Tiene la locura del tango y la escritura (hay algunas más impresentables), y su pareja Yatma es un senegalés con el que tienen una larga y feliz relación. Pero si todo hombre en una emergencia es algo dificultoso, el pobre Yatma, que además habla el castellano con dificultad, era un estorbo, negro.

Hablé con mi amigo y médico de cabecera Leo Kogan, y sin vacilar me mandó a la guardia del Ramos Mejía, y ubicar al Dr Marcitano.

Los pasé a buscar en un taxi. Mónica (bella como todos los ángeles) estaba amarilla y volaba de fiebre. Yatma estaba negro, lo que me parecía que indicaba normalidad. Arribamos finalmente a la guardia, y pasamos del mundo normal al frente de guerra de Irak. Nos tocó en un box mínimo, compartido con un señor que estaba en silla de ruedas, ahogándose de un EPOC. Nos sentamos juntas mientras a Moni le pasaban un suero, y de pronto en la puerta que daba a la calle se armó un batifondo infernal.

El cuadro era el siguiente: había un señor revolcándose en el piso mientras una multitud trababa de contenerlo. La multitud estaba encabezada por el chofer del ómnibus donde viajaba el enfermo, seguido por los pasajeros, y al parecer un médico porque hablaba con autoridad y tenía un sobretodo muy elegante de pelo de camello. Con la eficacia que tiene esa guardia, rápidamente despejaron el terreno, entraron al que convulsionaba, junto con "el médico" y lo acostaron en la camilla de al lado, casi en nuestras faldas (¡Uy!, ¿adónde habrá ido a dar el señor de la silla?).

Cuando miré bien al "médico" noté que debajo del sobretodo llevaba ... un pijama!! Creo que en ese momento la irrealidad comenzó a invadirme. Resultó ser sólo un vecino comedido que había bajado a comprar un te y se sumó al operativo.

Allí estábamos, Moni acurrucada con su suero, yo a su lado, cuando los médicos que atendían al enfermo descubrieron que era sordo mudo. Le pusieron oxígeno, le pincharon la cola, llamaron a una asistente social, y se fueron. Ahí quedó el sordo mudo llorando a los gritos, y me contó, mediante señas y anotaciones en un cuaderno que llevaba, la siguiente historia.

Era de Formosa, donde habían quedado sus otros siete hijos (su mujer lo había abandonado) y él estaba aquí cuidando una nena de tres años (Caterina) que acababa de morir en el Garrahan. Su cuerpo estaba en la morgue, y necesitaba plata para comprar un cajón. Cuando terminamos de reconstruir su historia, Mónica lloraba a moco tendido y yo tuve una reacción aún más extrema. Una reacción de madre que, como cualquiera sabe, son de las peores. Se me dio por consolarlo, mitad con alfabeto en bases de señas que inventaba, y con mucho mimo. Le acariciaba la cabeza y le decía, como si pudiera escucharme: "Ya va a pasar", "Ese angelito está en el cielo" y sigan sumando boludeces, porque no me privé de ninguna.

Cuando llegó la asistente social se suponía que el paciente ya era mío, con lo cual me pidió hiciera de traductora a preguntas muy simples: ¿Cómo se llamaba?, (escribió Romualdo Quiñones) ¿Cuándo había muerto la hija? (ayer, escribió, y esto desató más llanto todavía)... etcétera. La asistente social partió con esos datos.

Fue entonces cuando Quiñones sufrió una extraña mutación, dejó de llorar, se sentó en la camilla, puso ojos de águila observando la presa, y me la vi venir:

"Mónica",-la previne- "se te está por tirar un lance" - como mina siempre fui más despierta que como madre.

Quiñones se comenzó a poner la campera, y con aire súper canchero y en mudo le hizo saber que sus ojos eran lindos, y a continuación le tiró besos. Mónica pasó en el acto de la más profunda conmoción a la defensa personal: "¡No me dejes sola!", me gritó. Pero Quiñones ya totalmente recompuesto y viendo que el romance no prosperaba, alzó su bolsito azul y... ¡se fue!

Toda la situación era mala. Un mal viaje de algún peyote falsificado... pero podía empeorar. Media hora después salí de la guardia para ir a buscar unos análisis y confortar a Yatma que esperaba como un santo, y me encontré con Quiñones, que caminaba relajadamente por el pasillo. Me reconoció y me dijo: "SIIIII. Ando buscando un médico para preguntarle si me puedo ir".

Quizás por eso no confío en las madres, un rato antes le estaba acariciando su pelo mugriento, haciendo caso omiso a su terrible olor a patas, y ahora sólo quería retorcerle el cogote con mis propias manos.

¡¡¡Podrán deducir que la hija no existió nunca!!! La historia no tiene moraleja, apenas termina con Mónica curada y una foto abrazada a Yatma. Un gracias a los médicos amigos y a todos los médicos de las guardias que afrontan esos infiernos con eficacia cada día!