Cristina hace todo como para quedarse
* Por Joaquín Morales Solá. Las fechas y los plazos comienzan a hablar más claro que los políticos. El sí o el no de Cristina Kirchner podría depender, en gran medida, del momento que elija para hacer su anuncio, o, en el terreno de la conjetura, podría insinuar su aceptación si postergara la comunicación pública de su decisión para mediados de junio.
Esa eventual postergación es una consistente versión que circula en ámbitos oficiales, tal como publicó La Nacion anteayer.
En rigor, el último plazo políticamente razonable que tendrá la Presidenta para decir que no será el próximo 25 de mayo, un día de festejo nacional y kirchnerista; Néstor Kirchner asumió la presidencia de la Nación ese día de mayo de 2003. La aceptación podría tolerar una semanas más, pero no mucho más tampoco. "Los que anticipan la decisión de Cristina son voceros de la nada, porque ella asegura que no tomó ninguna decisión", señaló ayer uno de los pocos funcionarios que tienen acceso a diálogos reservados con la mandataria.
El próximo 15 de junio vencerá el plazo para presentar alianzas y adhesiones a las candidaturas nacionales. Doce días después, el 27, concluirá el plazo para inscribir precandidatos para las internas abiertas y obligatorias del 14 de agosto. La Presidenta tiene previsto, a su vez, un viaje al exterior que podría extenderse durante los primeros diez días de junio. ¿Hará al regreso el anuncio sobre su decisión definitiva? En tal caso, es más probable que anuncie que aceptará la candidatura a la reelección.
Si la jefa del Estado se inclinara por un paso al costado, no podría -o no debería- anunciarlo sobre el límite crucial de los plazos más importantes. A su regreso sólo restarán 5 días para inscribir alianzas y apenas 15 días para registrar las precandidaturas presidenciales. Aun cuando en ese caso ella tendrá, seguramente, su propio candidato para reemplazarla en octubre, lo cierto es que deberá abrir el proceso de selección del candidato peronista. El encuestador Artemio López dio hace poco una acertada definición sobre el supuesto de que la Presidenta desista de la reelección: "Se habrán quemado todas las actuales cartas y habrá que empezar el juego de cero", sentenció.
Sin duda, el candidato de la Presidenta para sucederla en octubre es el gobernador bonaerense, Daniel Scioli, que también era el candidato de Néstor Kirchner cuando éste presentía, poco antes de morir, que él podía perder las próximas elecciones. ¿Aceptará mansamente el kirchnerismo puro, que tiene más de kirchnerismo que de peronismo, la candidatura de Scioli? ¿Por qué no intentaría encaramar a un candidato más cercano a sus posiciones? ¿Por qué, en última instancia, otros peronistas no competirían con Scioli en la interna de agosto? "Porque nadie tiene la imagen positiva y la intención de voto de Scioli, que son casi idénticas a las que tiene Cristina", responden cerca de la oficina presidencial.
Es así, según las encuestas que guarda el oficialismo, porque ninguna otra, que se conozca al menos, está midiendo a Scioli. Pero ¿cómo explicaría la Presidenta que ella, con sus premeditados retrasos, obturó un proceso más transparente y democrático de selección del candidato del oficialismo? Todo puede hacerse, incluso enviar al peronismo (y a su sucesor) un mensaje de enorme poder, acercándose a esos plazos concluyentes.
Sin embargo, ¿cómo podría justificar públicamente que, en tal caso, el candidato surgió de su dedo y no de ningún debate o elección interna del peronismo? Si dijera que no el 25 de mayo, el peronismo tendría al menos un mes para valorar sus alternativas electorales y las propias preferencias presidenciales. No es mucho, pero es más que un apretado puñado de días.
El sí de Cristina podría esperar hasta su regreso del exterior, aunque también encerraría una suprema señal de arrogancia política. A ella también la incluyen aquellos plazos, porque también deberá inscribir alianzas e inscribirse ella misma como precandidata para las internas de agosto. En su caso, se tratará seguramente de un mero trámite administrativo, pero no es la Presidenta quien debería dar por sentado que nadie la desafiará. También en ese caso estaría faltando cierta dosis de democracia en la interna del oficialismo. ¿Para qué hacer esa manifestación explícita de absolutismo cuando ella podría atravesar fácilmente un proceso interno más abierto y democrático?
A todo esto, ¿hacia dónde va la Presidenta? En sus discursos parece que se está despidiendo, pero se está quedando según sus actos. Sus palabras insisten en que ni ella ni nadie es imprescindible y que lo que importan no son las personas, sino la continuidad de una política. También ha dicho varias veces en los últimos días que el más cercano futuro la podría encontrar en otro lugar que no sea la presidencia. Es casi como una despedida lenta y constante de sus seguidores.
Los actos son otra cosa. Lleva una prolija vigilancia de los candidatos a legisladores nacionales de cada provincia. Ha llegado a promover las colectoras, supuestamente descartadas por la nueva ley electoral hecha por el kirchnerismo, sólo para sumar más personas leales en el Congreso. No quiere, dice, otras sorpresas como las de 2007. Muchos de los diputados y senadores nacionales elegidos cuando ella ganó la presidencia se fugaron luego hacia el peronismo disidente. El proceso de radicalización de sus políticas públicas corresponde también a alguien que está imaginando un poder más largo que el que abarcan
los siete meses finales de su actual mandato.
En esa contradicción permanente entre las palabras y los hechos se esconde la duda. Es cierto que sufre una intensa presión familiar para que regrese a casa; también es veraz que ella es consciente de que en el próximo período presidencial podría carecer de los halagos que le tocó en la última parte del mandato que cumple ahora. Esas presiones la acosan desde un costado; desde el margen de enfrente, donde está el kirchnerismo más añejado, la presionan para que se quede donde está, porque esa franja del oficialismo no tiene a nadie más que ella.
El atajo que la Presidenta encontró hasta ahora consiste en ir postergando no ya el anuncio público de su decisión, sino la decisión misma. La novedad es que los inexorables plazos que la propia Cristina fijó empiezan a forzarla también desde una orilla imprevista.