Cristina argentina
* Por Héctor Ghiretti, profesor universitario. Las cosas que dice nuestra Presidenta, y las formas en que las dice, así como sus vestimentas, poses y actitudes, configuran mensajes políticos que a veces la exceden, para representar aspectos importantes de un determinado modo de ser de los argentinos.
El hombre tiende a "humanizar" todo lo que ve o toca. Presenta la realidad en forma humana, le atribuye facciones reconocibles, que le permitan entenderla mejor y transmitirla más fácilmente.
Esto es más marcado en esos aspectos de la realidad que son difíciles de representar o imaginarse: por ejemplo, la comunidad política. En otros tiempos, la figura del rey servía para captarla visual y conceptualmente.
Después, cuando los reyes desaparecieron, las flamantes repúblicas fueron representadas con formas femeninas. Es el caso de la Nación argentina, que aparece encarnada como una matrona romana, algo entrada en carnes y tocada con gorro frigio.
También sucede con la Nación francesa, representada por la bella Marianne (que en su momento adoptara las facciones de Brigitte Bardot y Catherine Deneuve), o la efímera República española: una mujer con corona en forma de castillo.
En ocasiones, los países se identifican con personajes populares, semilegendarios, a veces ficticios. En los EEUU es el célebre Uncle Sam (el Tío Sam). En Gran Bretaña puede aún verse a John Bull, parecido a su par norteamericano, sólo que más rollizo y vistiendo un chaleco con la Union Jack, la bandera británica.
Si en cambio se atiende a los gobernantes de las naciones modernas, se descubren relaciones curiosas, que vale la pena analizar.
Hay gobernantes que por su personalidad, visión o voluntad de poder, marcan el carácter de las naciones cuyos destinos dirigen. Ellos han sido formados en un ambiente cultural social y político del cual reciben sus cualidades. Pero con su obra de gobierno imprimen carácter a la comunidad de origen.
Es el caso de Napoleón en Francia, Abraham Lincoln o Franklin Roosevelt en los EEUU, Isabel I y Benjamin Disraeli en Inglaterra, Bismarck y Adenauer en Alemania o Benito Juárez en México. La Argentina contemporánea es producto de personalidades tales como Mitre, Sarmiento, Roca y Perón.
Podemos decir que hay líderes políticos que transforman los rasgos de las naciones que rigen. Hay otros que simplemente pasan sin pena ni gloria y otros que reflejan con mayor o menor fidelidad lo más característico de sus pueblos.
A veces, los pueblos buscan ver en sus dirigentes sus propios rasgos. En otros casos, el gobernante resume las aspiraciones, las proyecciones o las sublimaciones del conjunto de los gobernados.
Todos deseamos reflejarnos en un espejo que nos devuelva la imagen que quisiéramos tener, no la que tenemos en realidad. Como Dorian Gray y su retrato. Pero en democracia mostrar una imagen demasiado sublimada, demasiado lejana u opuesta al carácter nacional, resulta peligroso o perjudicial.
En un trabajo que explora las transformaciones del discurso político a partir de la irrupción de los medios de comunicación audiovisuales, Eliseo Verón explica que "desde hace mucho tiempo, los líderes políticos estaban obligados a producir textos sinceros; la radio los llevó a buscar un tono sincero; hoy en día (con la TV) deben construir un cuerpo sincero". Se trata de una variación de su tesis del cuerpo significativo: el aspecto físico del político debe ser en sí mismo un mensaje.
Dentro de este marco de análisis ¿dónde habría que poner a nuestra Cristina? Es indudable que ella se sitúa en la categoría de los gobernantes que imprimen un carácter diverso a su país. Pero esa pretensión sólo la podrá confirmar la historia.
Más allá de eso, la presidente quiere tener una apariencia sincera, que no transmita doblez ni ambigüedad, que sea un reflejo auténtico de sí misma: de su personalidad, de sus ideas y también de lo que la gente espera de ella.
Paradójicamente esa sinceridad se manifiesta en el uso de sustancias alteradoras de la fisonomía, como el botox, de un empleo masivo de maquillaje y cosmético; de una coiffure poco apropiada a su edad, posición social y jerarquía institucional; de un guardarropa sobrecargado, casi barroco, frecuentemente inoportuno (el luto parece ser ya a esta altura un paréntesis estratégico); de una ostentación de accesorios costosísimos fuera del alcance de la gran mayoría de los argentinos.
A su aspecto personal se agrega una retórica que combina el registro canchero, profesoral/pedante, maternal, militante y victimista -una mezcla de Evita, la Pasionaria, Jacinta Pichimahuida y Andrea Frigerio- complementada por un lenguaje gestual igual de "producido".
Esto puede interpretarse como una versatilidad para adoptar registros diversos. Pero también es un signo de inmadurez psicológica: querer "hacerlas todas", no renunciar a nada.
¿Es que Cristina quiere mostrar un aspecto, unos modos personales que oculten su verdadera personalidad? Todo lo contrario. Pero entonces ¿por qué tanto artificio, tanta afectación, tanta fachada? Quizá porque al adoptar estos recursos, la presidente de la Nación está mostrando una característica típicamente argentina. Una verdadera obsesión, un culto a la apariencia.
Los argentinos nos negamos a ver la realidad tal como es. Llevamos fama de estetizantes: pero es un esteticismo individualista que nada tiene que ver con la concepción de una estética social, la cual sólo puede concebirse como fundada en la paz y la justicia.
No es de ningún modo malo que los pueblos busquen en su gobernante un aspecto que refleje sus aspiraciones. El problema es qué tipo de aspiraciones pretenden ver. No es lo mismo reflejar el suave resplandor las virtudes clásicas -prudencia, magnanimidad, honestidad, sencillez, fortaleza, templanza- que el mero relumbrón del éxito social.
No es lo mismo presentarse como "quien la está peleando" que hacerlo como "quien ya ganó" (desde siempre o desde hace un rato). Una cosa es la dignidad austera de las damas patricias de la Roma Republicana y otra es el look de las veteranas chetas de Palermo Chico.
Durante la visita oficial de la presidente a Alemania en octubre de 2010, circuló una foto muy curiosa en la que se podían ver los zapatos de Cristina y de la primer ministro Angela Merkel.
Los zapatos sencillos de gamuza negra sin taco de Merkel, un poco gastados y propios de una persona que trabaja en una oficina, componían un elocuente contraste con los flamantes zapatos de diseño de Cristina: tacos de vértigo, acabado de charol. Lo mismo podría decirse de sus respectivos atuendos.
¿Qué tipo de mecanismos compensatorios, de imaginarios o de proyecciones hace que la jefa de una potencia mundial adopte un aspecto casi de entrecasa (no hay que descartar en absoluto cierto mensaje deliberado en esta elección), y la jefa de un país periférico y dependiente (¿han notado que ya casi no se habla de "países en vías de desarrollo"?) tenga que presentarse con el aspecto de una alta ejecutiva de una multinacional, una actriz o una empresaria de la moda?
Con su abigarrado estilo, Cristina nos representa mucho mejor que los modos sobrios, republicanos y austeros de Michelle Bachelet o Angela Merkel. Su estética está más cerca de las estridencias de Menem, Berlusconi y Sarkozy, gobernantes latinos como ella. Refleja demasiado bien la psicología social argentina.
Su imagen es extremadamente fiel: en su ostentosa artificiosidad no deja lugar al equívoco. Cristina es un espejo de la Argentina. ¿Por qué habría de extrañarnos que todos vean en las elecciones de octubre un mero plebiscito?
Las opiniones vertidas en este espacio, no necesariamente coinciden con la línea editorial de Diario Los Andes.