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Crimen y castigo

*Por Edgardo E. Zablotsky. Un delincuente es un ser humano tan racional como Ud. o como yo. Asumiendo que no se encuentra bajo la influencia de ninguna sustancia, elige llevar a cabo su ilícita actividad evaluando los costos y beneficios de la misma.

Años atrás probablemente Ud. haya sido asaltado en un taxi, sustraída su tarjeta bancaria y dejado luego a pié con unos pesos para retornar a su domicilio. Dicha actividad se atenuó considerablemente en virtud del corralito, el cual impuso límites a las extracciones de los cajeros automáticos. El beneficio esperado del ilícito disminuyó, al reducirse el monto factible de ser obtenido.

Pensemos en los robos de salideras bancarias. Luego del trágico asalto a una mujer embarazada en La Plata y el fuerte aumentó en las medidas de seguridad, tales como el uso de mamparas frente a las cajas en los bancos y la prohibición a la utilización de celulares dentro de dichas instituciones, los eventos comenzaron a disminuir. El beneficio esperado del ilícito se redujo dada la mayor dificultad de identificar a una posible víctima y así disminuir la probabilidad de llevar a buen puerto la empresa.

Analicemos un ilícito menor, pero muy común. Si Ud. concurre a una de las habituales maratones que se desarrollan los domingos en nuestra ciudad sabrá muy bien que, más allá del costo de inscripción en la misma, tendrá que abonar $ 10 a un trapito de tal forma de asegurarse la protección de su vehículo. ¿Cree Ud. que si hubiese policía en las inmediaciones del estacionamiento de los más de 1.000 autos que frecuentan estos eventos los trapitos no desaparecerían? Obviamente lo harían, pues el costo esperado de la actividad, en términos de la probabilidad de ser detenidos, se habría incrementado.

Finalmente, evaluemos delitos mayores, secuestros extorsivos seguidos de asesinatos, en los cuales participan menores. ¿Por qué su participación? ¿Casualidad? No, racionalidad. La pena para un menor, de ser encontrado culpable, es mucho más pequeña por lo cual es racional, desde un punto de vista delictivo, su participación, de forma tal de reducir la responsabilidad penal de los adultos frente a la probabilidad de ser detenidos, lo cual reduce el costo total esperado para el grupo de delincuentes participantes del ilícito. Menor costo, mayor beneficio, mayor probabilidad que el hecho sea consumado.

Costos y beneficios, como en cualquier otra actividad. Si queremos una sociedad con menos delincuentes necesitamos incrementar el costo esperado de llevar a cabo la actividad de los delincuentes, asociado a la probabilidad de aprehensión y de cumplimiento efectivo de la condena. Difícil pero no imposible, más efectivos policiales calificados y un cumplimiento riguroso de las leyes, probablemente, ya existentes.

Sin embargo, hay otro costo de mucha mayor relevancia para los delincuentes que pocas veces se toma en cuenta, probablemente por ser políticamente incorrecto siquiera el mencionarlo, pero que de lograr incrementarse reduciría considerablemente el nivel de inseguridad que afronta nuestra sociedad. ¿Cuál otro sino el costo de oportunidad para un potencial delincuente de ejercer su ilegal actividad, representado por el ingreso potencial que podría obtener realizando actividades lícitas? ¿Se imagina Ud., amigo lector, llevando a cabo la labor de un trapito? Yo no, el costo de oportunidad de renunciar a mi profesión para dedicarme a dicha ilícita actividad es ridículamente alto. ¿Donde está la diferencia? En mi dotación de capital humano. Clara evidencia de este hecho lo proporciona la población carcelaria. Si realizamos un relevamiento de la misma descubriremos que la amplia mayoría de los reclusos no han culminado su educación secundaria y una gran cantidad ni siquiera su educación primaria.

Si queremos incrementar el costo para un delincuente de llevar a cabo ilícitos, educación es la respuesta y, por cierto, nada novedosa. Sin ir más lejos, se le atribuye a Pitágoras haber afirmado “educad a los niños y no será preciso castigar a los hombres.” Más directo, imposible.