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Corrupción, sólo la punta del iceberg

Más de 100 cables de la embajada norteamericana alertan sobre la fragilidad judicial y la impunidad gubernamental.

Más de 100 despachos confidenciales que la embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires ha enviado a lo largo de los años al Departamento de Estado confirman las fundadas sospechas de una rampante corrupción en el gobierno de los Kirchner y, a su vez, una enorme debilidad del sistema judicial para investigar los casos en los que se presume que están envueltos funcionarios de primera línea.

Es un asunto delicado, más allá de la facilidad con la cual, frente a revelaciones de esta envergadura, las primeras figuras del gobierno nacional procuran culpar al mensajero (en este caso, el diario El País, de Madrid, por haber divulgado los documentos filtrados por WikiLeaks) en lugar de ordenar una exhaustiva investigación y, de ser necesario, señalar a aquellos que hayan incurrido en actos de esa naturaleza.

En vez de hacerlo, incluso por respeto al pueblo que dicen honrar, las únicas reacciones del entorno presidencial son groseros alegatos contra la prensa independiente. La corrupción no es nueva en la Argentina ni en América latina. En los poco virtuosos primeros puestos, según los índices de Transparencia Internacional, suele estar Venezuela, así como la Argentina, por la frecuencia de las denuncias y la consecuente impunidad. Es curioso cómo buena parte de la ciudadanía ha dejado de sorprenderse frente a estos flagrantes delitos, al punto de no esperar esclarecimiento alguno, y cómo los gobiernos han dejado de preocuparse de ser descubiertos en falta por la escasa influencia que tiene el asunto en sí en las elecciones y la poca disposición judicial para esclarecerlos.

Por si no bastaran las escandalosas sospechas de corrupción que pesan sobre el ex secretario de Transporte Ricardo Jaime y el actual secretario de Obras Públicas, José López, los casos ahora ventilados han merecido la condena de la embajada nor-teamericana en documentos que, de no ser por la organización de Julian Assange, no iban a ser difundidos. Sobre la Argentina en particular, les llama la atención a los diplomáticos que el fiscal anticorrupción Manuel Garrido haya alegado en su renuncia, presentada en marzo de 2009, que no podía cumplir con su trabajo, en particular continuar con la investigación sobre el insultante aumento patrimonial del matrimonio Kirchner y funcionarios de su entorno. También les resultó curioso a los nor-teamericanos que la oficina anticorrupción del Ministerio de Justicia se haya abocado a investigar casos ocurridos durante los gobiernos de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, pero "apenas se ha ocupado de las acusaciones contra la administración Kirchner". En más de 100 investigaciones, observan los diplomáticos en sus despachos, el fiscal Garrido no logró una sola condena.

Es comprensible su frustración. La mayoría de las causas radicadas en los tribunales duran un promedio de 14 años y terminan extinguiéndose, según el Centro para el Estudio y la Prevención de los Delitos Económicos. Apenas 15 de cada 750 concluyen con el procesamiento de los denunciados. Tan frustrado como Garrido se sintió el ex defensor del pueblo Eduardo Mondino con sus investigaciones sobre "la sistemática comisión del 15 por ciento cargada por el gobierno argentino a todos los contratos privados con un tercer país", según escribió el entonces embajador norteamericano en el país, Earl Anthony Wayne. En otro cable está mencionado el ministro de Planificación, Julio De Vido. Se trata de un caso de cohecho explícito: no tuvo interés en conocer el nombre de uno de sus subordinados que habría ofendido al delegado de una empresa alemana con un pedido de soborno. En la información publicada por El País está mencionado un banquero español que escuchó una y otra vez en Buenos Aires que debía contactar al denominado "Grupo K" para solucionar sus problemas.

Es evidente que la corrupción necesita una estructura paralela que blinde a quienes delinquen, a veces en beneficio de estratos superiores. De ahí el imperativo, nunca atendido, de fortalecer las instituciones como contribución a la división de poderes, pilar del sistema republicano. En un país con instituciones sólidas no son tan fáciles de instalar premisas populistas como la reelección y la transversalidad pergeñada por los Kirchner para captar voluntades de partidos ajenos. Ambos son motores de una corrupción que encuentra como falsa excusa la continuidad del proyecto político. Ese proyecto político sacrifica en beneficio propio hasta el sentido común, procurando demostrar que tanto la Presidenta como su difunto esposo jamás tuvieron motivo alguno de preocupación por denuncias y sospechas que deberían provocarles vergüenza en vez de irritación.