Corrupción para todos
La falta de transparencia del Gobierno y su tolerancia ante la corrupción se traducen en el aislamiento de nuestro país.
fines del mes pasado, en Brasilia, nacía formalmente una nueva iniciativa para luchar contra la corrupción en un esfuerzo común y compartido. Para ello se estructuró un flexible foro intergubernamental. Se trata de la Alianza para el Gobierno Abierto, iniciativa que fue impulsada simultáneamente por los gobiernos de Brasil y de los Estados Unidos, pero que ahora incluye a unos 55 Estados.
La Argentina, pese a las circunstancias internas, intentó incorporarse a ella hace algunos meses. Quizá no tanto por convicción, a estar a nuestra lamentable realidad cotidiana, sino para no quedar afuera por lo que esto significa. Pero, sintomáticamente, no fue aceptado porque no pudo alcanzar los criterios de admisión que entonces se requerían.
La idea pertenece originalmente a Dilma Rousseff y a Barack Obama. Nació el año pasado en los pasillos de las Naciones Unidas, cuando ambos líderes concurrieron a su Asamblea General. Pronto los acompañaron otros países, como Gran Bretaña, México, Noruega, Sudáfrica, Indonesia y Filipinas.
La idea central subyacente es la de promover la adopción, consolidación y defensa de una cultura política de apertura, transparencia y acceso a la información y la de adoptar con firmeza una actitud de tolerancia cero con los casos de corrupción. Para nuestra realmente decepcionante realidad en esta materia, estamos claramente frente a una necesidad imperiosa.
Los criterios de elegibilidad, que eran duros, se han hecho recientemente algo menos exigentes, de manera que la Argentina, si realmente quisiera, debería sortear algunos obstáculos. Para ello debería alcanzar el puntaje correspondiente en cuatro rubros sustantivos: transparencia fiscal, facilidad de acceso a la información pública, mecanismos de divulgación de la información relacionada con los funcionarios electos de primera línea y grado de participación ciudadana en todo ello.
Pero la idea, desgraciadamente, ya no parecería ser una prioridad, ni menos aún una urgencia, para nuestras autoridades nacionales.
Por esta circunstancia, corresponde seguir instando explícitamente al gobierno nacional a volver a mirar de cerca este tema y a aceptar luego el desafío consiguiente, adhiriendo concretamente a él. Sin demoras, ni reservas. Esto sólo puede hacernos bien porque, por ejemplo, nos obligaría a sancionar la siempre prometida ley de libre acceso a la información pública, para beneficio de todos. Y seguramente contribuiría a mejorar una imagen de nuestras autoridades que en esta materia particular, según es absolutamente obvio, deja mucho que desear.
La Argentina, pese a las circunstancias internas, intentó incorporarse a ella hace algunos meses. Quizá no tanto por convicción, a estar a nuestra lamentable realidad cotidiana, sino para no quedar afuera por lo que esto significa. Pero, sintomáticamente, no fue aceptado porque no pudo alcanzar los criterios de admisión que entonces se requerían.
La idea pertenece originalmente a Dilma Rousseff y a Barack Obama. Nació el año pasado en los pasillos de las Naciones Unidas, cuando ambos líderes concurrieron a su Asamblea General. Pronto los acompañaron otros países, como Gran Bretaña, México, Noruega, Sudáfrica, Indonesia y Filipinas.
La idea central subyacente es la de promover la adopción, consolidación y defensa de una cultura política de apertura, transparencia y acceso a la información y la de adoptar con firmeza una actitud de tolerancia cero con los casos de corrupción. Para nuestra realmente decepcionante realidad en esta materia, estamos claramente frente a una necesidad imperiosa.
Los criterios de elegibilidad, que eran duros, se han hecho recientemente algo menos exigentes, de manera que la Argentina, si realmente quisiera, debería sortear algunos obstáculos. Para ello debería alcanzar el puntaje correspondiente en cuatro rubros sustantivos: transparencia fiscal, facilidad de acceso a la información pública, mecanismos de divulgación de la información relacionada con los funcionarios electos de primera línea y grado de participación ciudadana en todo ello.
Pero la idea, desgraciadamente, ya no parecería ser una prioridad, ni menos aún una urgencia, para nuestras autoridades nacionales.
Por esta circunstancia, corresponde seguir instando explícitamente al gobierno nacional a volver a mirar de cerca este tema y a aceptar luego el desafío consiguiente, adhiriendo concretamente a él. Sin demoras, ni reservas. Esto sólo puede hacernos bien porque, por ejemplo, nos obligaría a sancionar la siempre prometida ley de libre acceso a la información pública, para beneficio de todos. Y seguramente contribuiría a mejorar una imagen de nuestras autoridades que en esta materia particular, según es absolutamente obvio, deja mucho que desear.