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Contra los avisos de oferta sexual

La prohibición de la publicidad sexual es loable, pero insuficiente para acabar con el verdadero flagelo de la trata de personas.

Se conoció anteayer el decreto por el cual quedan prohibidos los avisos publicitarios que promuevan la oferta sexual, por cualquier medio, sea en forma directa, o promoviendo actividades lícitas, pero que tengan por fin encubierto la solicitud de personas con fines de explotación sexual.
El fin perseguido por la norma es doble. Por una parte, proteger a la mujer y evitar toda forma de violencia o discriminación contra ella, incluyendo entre las formas de violencia la mediática, como lo dice la ley que rige la materia. Por la otra, contribuir a prevenir y reprimir la trata de personas.

La primera de las inquietudes es ciertamente loable. Muchos medios se han estado preocupando por este asunto, y en el caso de La Nacion, autorregulando el tema con miras a su limitación, restricción y posterior supresión. Lo cierto es que muchos de los avisos que se ven atentan contra la dignidad de la mujer, promueven formas perversas de relación sexual, cosifican a la mujer convirtiéndola en un objeto sexual, pueden afectar a menores de edad, difunden calificativos que implican discriminación hacia personas o grupos de nacionalidades determinadas, entre otras formas de agresión directa o indirecta.

No descartamos, sin embargo, que habrá quien, con parte de razón, levante la bandera de la libertad de expresión frente a esta decisión, o quien invoque el principio de legalidad, en la medida en que algunas de las actividades anunciadas no están prohibidas por la ley y podrían, sin embargo, encontrarse comprendidas en la actual prohibición.

En este sentido, La Nacion se inclina por aprobar la medida por incuestionables razones morales y asumir el compromiso de completar la ya comenzada tarea de reducción de esos avisos, hasta su total eliminación, en estricto cumplimiento de lo que se inició como una autorrestricción.

El segundo objetivo, esto es, considerar la prohibición de publicar avisos sexuales como una forma de lucha contra el indigno comercio de trata de personas, peca por notorio defecto. Nadie duda de que éste es uno de los delitos infamantes que afligen a nuestro país, contra el cual se hace bien poco, pese a las denuncias de las ONG, de las organizaciones de derechos civiles y de protección a la mujer, y a las pruebas reunidas en muchos casos de negocios, whiskerías, cabarets, locales bailables, por todos conocidos, que no son a veces sino tapaderas encubiertas del negocio de la prostitución ilegal -es decir, del proxenetismo- y triste destino de tantas mujeres engañadas, cuando no secuestradas, que pasan a ser sometidas a la peor de las esclavitudes. Se les retienen los documentos, se les cobra el viaje desde el exterior y la comida y, como sus ingresos nunca alcanzan a pagar la deuda contraída, se convierten en esclavas.

Sin negar que en algún caso pueda haber conexión entre avisos de oferta sexual y promoción de la trata de personas, no cabe la menor duda de que ésta es mínima. Y sin defender los avisos en cuestión, como se ha expresado precedentemente, pretendemos que los gobiernos hagan bastante más que eso para reprimir esta forma de esclavitud moderna, que es pública y notoria en muchísimos lugares de nuestro país.

Urge una acción decidida y valiente, que tome las denuncias del cardenal Jorge Bergoglio, de distintas iglesias y de numerosas organizaciones como las que recientemente se expresaron en el Congreso contra la Trata y el Tráfico de Personas, realizado en Villa María, Córdoba. De allí surgieron ponencias que fueron presentadas en la última Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), todas en defensa de la mujer y dirigidas a terminar con este flagelo.

Queda asumido, pues, el compromiso de velar desde estas páginas por el cabal cumplimiento del espíritu expresado. Pero, a la vez, sostenemos que no se puede pretender que las nuevas normas reflejen la lucha contra la trata de personas hasta sus últimas consecuencias. Para ello hacen falta medidas mucho más enérgicas, que rompan la cadena de complicidades de todo tipo: migratorias, policiales, nacionales, provinciales y municipales.

Para hablar sólo de dos distritos, digamos que hay formas embozadas de proxenetismo en la ciudad de Buenos Aires y abiertas en el interior del país. Es algo que puede comprobarse palpablemente, por ejemplo, en la provincia de Santa Cruz. Hablamos del proxenetismo, no de la prostitución ejercida de manera individual, que no está prohibida por la ley y a la que desde hace años se le reconocen espacios públicos que suelen estar en colisión evidente con los intereses de vecinos y de familias enteras, como si la oferta de sexo estuviera privilegiada frente a otros derechos cívicos.

Por lo demás, el decreto presidencial no puede establecer penas, pues eso es competencia del Congreso de la Nación. Y, como manifestación de un poder de policía, ese mismo decreto choca con las atribuciones naturales de las jurisdicciones de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de las provincias. Dejemos, pues, por ahora, el meollo de la cuestión en las consignas morales a las que todos deberíamos ajustarnos de verdad. Mientras ello ocurre, no deberemos dejar de seguir con atención el desarrollo de esta delicada cuestión.