Cómo "la cuna de la heroína" pasó a producir el café más exclusivo de Colombia
Una falla geológica que derrumbó su pueblo fue el castigo divino que dicen haber recibido los indígenas Inga por inundar el mundo con la heroína que salía de sus cultivos de amapolas.
El café en Wuasikamas se toma en pocillo de arcilla en todo el centro de Bogotá. Pero llega desde el sur de Colombia, de un pueblo que comparte la esquina de tres departamentos históricamente azotados por el conflicto armado y el flagelo del narcotráfico: Nariño, Cauca y Putumayo. Ese café, uno de los más exclusivos del país, se hizo con la resistencia Inga, un resguardo indígena que vio derramar sangre por plantaciones de amapola, y al que la tierra le hizo un "llamado" destruyendo la mitad de sus casas. Por eso ahora cultivan café.
La década de los 90 les llegó con una riqueza color rojo, pensaron en aquel momento. Y pasaron de ser un pequeño poblado de unos 1.400 habitantes a más de 30 mil en cuatro años. ¿La razón? El auge de la heroína y la morfina en el despiadado mercado de la droga. La cordillera se cubrió de jardines amapoleros. Atrás quedaron los cultivos de arveja, papa, fríjol, maíz, caña, granadilla. Y llegó el dinero más fácil que pudieron conocer, acompañado de gente extraña, armas y alcohol.
"En el año 91 empezaron con unas 6 hectáreas ubicadas monte adentro, a unas 6 horas caminando desde el pueblo. Un año más tarde ya eran 200 hectáreas que se tomaron los alrededores del resguardo. Y en cuatro años aumentaron a 1.000. Llegamos a tener 2.500 hectáreas de amapola, con las que se podían producir entre 2 y 3 toneladas de heroína cada semana. Así mismo entraba el dinero, hasta 4 millones de dólares por semana", describió el taita Hernando Chindoy, líder y exgobernador Inga.
Los compradores venían de todas partes, de Medellín, de Cali, de La Guajira, del extranjero. No sabían muy bien quiénes eran, si narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares o ninguno de los anteriores. Pero de lo que sí tienen certeza, dijo Chindoy a Infobae en una entrevista en su Café Wuasikamas en el centro de la capital, es que los cultivos ilícitos llegaron con las organizaciones armadas. Y asimismo el dolor.
Para finales de los 80 ya estaban en su territorio las guerrillas del M-19, el EPL y el ELN. Todo en relativa calma hasta los 90 cuando llegaron las FARC para quedarse hasta el 2002, y más adelante las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) por ahí en 1998. A estos dos últimos grupos, los cultivadores de amapola debían pagar una especie de impuesto por comercializar el producto. Aun así, quedaba suficiente para gastar en licor. Al fin y al cabo, eran los principales productores de amapolas del país.
Cada semana aparecíaN entre 1 y 4 muertos. Los fusilaban dentro de sus mismas casas frente a su familia, en la entrada del colegio, en los andenes de la iglesia, en medio de la plaza principal, de día o de noche. El frente 48 de las FARC no permitía el ingreso de la institucionalidad, que a decir por el taita tampoco tenía presencia antes de su llegada. Las autoridades los estigmatizaron como narcotraficantes, y se desentendieron, dijo Chindoy. El Bloque Central Bolívar de las AUC emprendió una guerra contra la insurgencia.
Fueron 6.090 víctimas las que se registraron durante el conflicto armado en el municipio nariñense de El Tablón de Gómez, donde se ubica el resguardo indígena, de acuerdo a cifras del Registro Único de Víctimas. Entre ellos habían más de 120 ingas, de apenas 900 familias que eran, detalló Chindoy, quien también es el presidente del Tribunal de Pueblos y Autoridades Indígenas del suroccidente colombiano.
La sustitución
"Cuando empezaron las fumigaciones con glifosato se perdían todos los cultivos, sin distinción. No había alimentos qué comer ni cómo comprarlos. A eso súmele los desplazamientos, las masacres, los bombardeos", expresó Chindoy. Después de 10 años de guerra y mafia, la cultura inga estaba lo suficientemente débil, en la mente de sus pobladores pasaban las memorias de escenas sangrientas en las que vieron morir algún familiar, vecino o amigo.
"A lo largo de la historia, los pueblos indígenas han recibido una humillación constante, eso hizo que la gente desconfiara de sus saberes ancestrales, eso debilitó al pueblo en su espiritualidad. Y ante momentos tan dolorosos no había nadie que hiciera procesos de reflexión frente a temas de identidad. Empezamos así a conversar con la gente para entender en qué se soportaba su espiritualidad y la manera de ver el mundo", expresó Chindoy.
Fue cerca de año y medio en esas conversaciones. A través de encuentros con yagé, la planta sagrada que usan para conectarse con la tierra, un brebaje milenario de efectos alucinógenos que es parte de sus rituales. Iniciaron con una lucha por recuperar su cultura materializada en su lengua natal, Inga, y la vestimenta tradicional, un conjunto blanco con una especie de túnica negra hasta la rodillas en los hombres, y falda negra y blusa blanca en las mujeres.
Parecería insignificante el cambio, pero lo fue todo. Eso demostró al pueblo que valía más su cultura que el dinero. "Si fuera por plata nos hubiéramos quedado con la amapola. El gobierno proponía dar a cada cultivador unos 500 mil pesos (161 dólares) por mes para el reemplazo del cultivo ilícito por uno legal. Pero la gente se podía hacer hasta 10 millones de pesos (3.230 dólares) semanales con el ilícito. ¿Qué iban a preferir? El camino no era por el dinero, sino para preservarnos como población ancestral", explicó Chindoy.
Lo primero que hicieron fue reconocer que su territorio era sagrado, era su casa, y había que pedir permiso para entrar. Comenzó una lucha para que las 22.283 hectáreas donde vivían fueran tituladas como resguardo, y en 2003 el antiguo Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) así lo estableció. Ahora venía la parte más difícil, convencer a los cultivadores de sustituir voluntariamente las amapolas por otros productos legales. Muchos se opusieron porque los tocaban en sus intereses. Pero el 90 por ciento del pueblo se unió.
"Nosotros podíamos excusarnos en que somos pobres, que no tenemos cómo sacar nuestros productos para venderlos, que el estado nos abandonó... pero nada de eso justifica que seamos cómplices de la muerte de otro seres humanos por el consumo de heroína. Y que esa misma energía negativa estuviera acabando nuestra propia vida. El narcotráfico nos tenía presos en nuestra propia casa", expresó Chindoy.
Organizaron entonces mingas (tradición precolombina de trabajo comunitario voluntario) de entre 200 y 300 personas para arrancar los cultivos de amapola con sus propias manos, sin importar los tiros al aire de quienes se oponían, y entre el llanto de quienes acababan su propio sustento. No importó ni siquiera las amenazas de guerrillas y paramilitares. Eliminaron toda la amapola y se convirtieron así en el primer caso de éxito de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos en Colombia, que se mantiene hoy, 15 años después.
La flor roja fue reemplazada por arveja, que vendieron en el mercado de Bogotá entre 2004 y 2006, toneladas de ellas tras un viaje de 28 horas en camión. También por granadilla, aguacate, piscicultura y café. Sin saberlo, los suelos térmicos de las cordilleras sobre las que está su territorio, que ofrece una variedad climática desde templados a páramos, les permitía cosechar uno de los granos de café de mayor calidad del país y, por ende, uno de los más costosos. Eso lo supieron luego de visitar el Eje Cafetero del país y hablar con expertos. Así, las 2 hectáreas de los abuelos se convirtieron en cientas, con capacidad para producir 1.000 toneladas al año.
Con el dinero que les dio el Estado hicieron un fondo colectivo y crearon un plan de inversión para dividirlo en las necesidades del pueblo. Construyeron centros de salud, crearon su propia IPS (Instituto Prestador de Salud), dotaron las escuelas, diseñaron módulos educativos, financiaron viviendas y proyectos productivos, enviaron a sus jóvenes a la universidad. "El resguardo moviliza unos 4.500 millones de pesos anuales. Antes eso se hacía en un mes con la amapola, pero aquello no significó una mejora en la calidad de vida de las personas. Ahora sí hay avances".
Fue ese modelo de voluntad colectiva, en el que convirtieron la identidad cultural en una estrategia sostenible económicamente, lo que les valió el Premio Ecuatorial en 2015, que otorga las Naciones Unidas a 21 iniciativas de base comunitaria de todo el mundo para resaltar la lucha que combina reducción de pobreza, protección de la naturaleza y fortalecimiento de resiliencia ante el cambio climático.
Pero el daño ya estaba hecho.
El "llamado" de la tierra
El conflicto armado y el narcotráfico introdujo el resguardo Inga en la lista de las 36 comunidades indígenas en vía de extinción física y cultural establecida por la Corte Constitucional. La violencia casi los desaparece. No pudo, pero la tierra quedó resentida, como sostienen los abuelos. El 2015, en pleno auge del café por el que extranjeros de muchos países llegaban a Colombia en su búsqueda, una grieta empezó a dividir al pueblo en dos.
Una falla geológica de regiones cercanas se extendió hasta sus terrenos -sin explicación lógica aún debido a la falta de estudios científicos- y comenzó a cuartear las viviendas. Las rayas en las paredes de las casas aparecieron de repente y ya han tumbado 485, más la escuela, la iglesia y la casa de gobierno. La grieta en la tierra, de aproximadamente un kilómetro de largo, atraviesa el poblado por la calle principal, el escenario principal del derramamiento de sangre, fue ahí donde yacían los cuerpos fusilados.
"Es una línea divisoria entre lo que quedó de pie y lo que se derrumbó. Los abuelos dicen que es un llamado de la tierra, porque la tierra nos habla. Nunca le pedimos permiso para explotar sus recursos, envenenamos sus suelos con cultivos ilícitos. Nosotros decimos que la tierra lava, la sangre y las energías que ésta dejó, es un llamado muy fuerte y duro para la comunidad", explicó Chindoy. Después de orarle y pedirle perdón, ahora intentan reconstruir su resguardo. Y lo hacen con café.
Chindoy creó un emprendimiento familiar del que se alimentan familias de varios resguardos indígenas de la región de Nariño. Lo bautizó como Wuasikamas, palabra inga que en español significa 'guardianes de la tierra'. Es un pequeño local ubicado en el centro de Bogotá que vende café de los Inga de Aponte, panela de los Awá de Tumaco y artesanías de los Kofán y Nasa de Sucumbíos y de los Eperara de Tumaco. El 40 por ciento de las utilidades se destina a la reconstrucción del pueblo.
Así pasaron de vender los granos de café, una libra a 8,5 euros, a procesarlo para recoger mayores ganancias como las de sus compradores europeos, donde la libra de su café vale entre 120 y 140 euros. El local lo montaron con una financiación del gobierno de Taiwán, este año empezarán a exportarlo y preparan abrir un café en Madrid o Santiago de Chile. Para eso tienen embajadores que los ayudan a recoger fondos, como el cantante argentino Piero, que donó las entradas de dos conciertos que organizó en diciembre pasado en Colombia.
Con las ventas al por mayor y los cafés en el mundo esperan recaudar cada vez más dinero para reconstruir el pueblo que la tierra les tumbó por abusar de ella. Y mientras lo hacen esquivan la muerte de sus líderes, amenazados por las Águilas Negras, las disidencias de las FARC y el ELN por convertirse en wuasikamas (guardianes de la tierra), y rechazar la minería ilegal que deforesta sus bosques, y la coca que vuelve estéril sus suelos.
En menos de un año ya van 15 líderes indígenas asesinados en el sur del país, comprendido por los departamentos de Cauca, Putumayo y Nariño; según cuentas del taita Hernando Chindoy. Él mismo está amenazado, ya lo habían retenido las FARC y las AUC durante el conflicto, y en 2011 sufrió un atentado a tiros por unos sicarios. "Pero ahora nos negamos a estar presos en nuestra propia casa. El territorio es nuestro y debemos protegerlo, incluso con nuestras vidas. Porque ya le prometimos a la tierra ser wuasikamas".