COLUMNA DE WARGON: La prostitución de las casadas - Parte 1
Cesare Pavese, en su libro de memorias "El oficio de vivir", habla de la prostitución de las mujeres casadas que alguna vez en su vida hacen el amor sin tener ganas.
*Por Cristina Wargon
Cierto es que Pavese era bastante depresivo, al punto de que luego de finalizar el libro se voló la tapa de los sesos. Pero, de cualquier modo, ese guante nunca ha sido recogido. Las señoras no se paran en una esquina a revolear una carterita. Tampoco lo hacen con cualquiera, pero aun así lo hacen sin ganas y por algo. Trueque, mercancía: espurios intereses se juegan bajo sábanas benditas. Sagrada forma de la prostitución para Pavese, o destino fatal de una institución igualmente sagrada. Porque, dígame: después de quince años, ¿quién cuernos tiene taaaantas ganas?
En los primeros años todo es pan con mantequilla; una pareja tiene mucho para decirse y cosas muy entretenidas para hacer cuando se calla. Cualquier alma exaltada podría coincidir con Bayley, el poeta, en aquellos versos tan hermosos: "Es infinita esa riqueza abandonada". Y sin embargo, no es infinita. Pasará un tiempo prudencial en conocerse ("en la orejita no, en el ombligo sí"). Otro tiempo se irá en dar con posiciones adecuadas. Mucho más tarde (si todo marcha), florecerán las fantasías más secretas y ambos marcharán gozosos hacia el límite de lo prohibido. Pero ya se sabe, el límite de lo prohibido, si uno lo frecuenta en demasía, deja de ser límite y prohibido. Se transforma en una chancleta perfectamente trajinada. Y que yo sepa, salvo algún fetichista muy grosero, nadie puede encontrar atracción en una chancleta usada.
Echemos, entonces, un vistazo a un matrimonio con quince años de uso (no quiero imaginar uno de veinte porque la desesperación paraliza mis entendederas). Una pareja que se entiende con silencios y se pelea a los gritos, que se conoce tanto que hasta en sueños cada uno sabe del otro sus arrabales más secretos, sus fastidios más arbitrarios, sus entusiasmos más pueriles. Agreguemos, además, que se quieren, y mucho. Sienten ternura por sus debilidades, compasión por sus desdichas, solidaridad en sus problemas e idéntica comunión ante un libro, una música, una película y un plato de pollo al estragón. Estamos, en fin, ante una pareja ideal, pero nadie ha explicado cómo hacen para tenerse ganas. En la medida en que ambos saben (o creen) que se pertenecen para siempre, se ha eliminado el menor atisbo de riesgo. En tanto y en cuanto se conocen como siameses ha desaparecido todo misterio: se han transformado en un equipo perfecto para resolver problemas. Son como Thompson y Williams, como Gath y Chaves. Pero, ¿alguien supo que entre Thompson y Williams o entre Gath y Chaves existiera algo más que una sociedad contable?
Quiero decir, preguntar, lamentar, ¿cómo puede una señora sentir que se le enciende la libido, que su corazón hace don-don y que un violento caudal de sangre corretea de la cintura para abajo anunciando el deseo? ¿Cómo, por la memoria de Venus, se puede desear a ese señor-hermano-nurse-hijo-amigo, después de tantos años? ¿Cómo obviar el hecho de que se sabe cuántos bigotes tiene, qué palabras habrá de murmurar, que clase de besos habrá de propinar y de qué lado se quedará dormido?
Resumamos con algo de crueldad: un marido muy usado es lo menos deseable que el Señor ha puesto sobre esta tierra. Y sin embargo, esos seres los sábados (siempre los sábados), aún hacen el amor. ¿Qué pasa por sus cabecitas? ¿Con que reemplazan el deseo ausente? Peor aún, ¿por qué lo hacen?
En este preciso momento es cuando el sexo se convierte en una mercancía y de aquí en más voy a referirme a las mujeres (que algún varón se juegue contando qué ocurre con ellos).
Parecería ser que las damas pierden primero el entusiasmo. Surgen entonces las jaquecas y dolores varios. Para dilatar la cosa, ella, antes de dormir, con un candor feroz, sacará el tema de la plata que deben, la fortuna que saldrá arreglar los dientes a la hija más chica y lo caros que están los libros del secundario que tendrán que comprarle al hijo varón.
Una vez terminadas estas sumas, es seguro que él no tendrá más ganas que las de hacerse el Hara Kiri. Por esa noche, la dama está salvada. Sin embargo, en algún momento hay que conceder y es allí cuando el sexo comienza a usarse como una mercancía, aunque se pague en especies y la vileza del trato se cubra por siempre con un manto de silencio.
Veamos un caso: él está francamente irritado, el querube menor le ha dado un tortazo al coche, su hijita ha salido a una fiesta y ha vuelto a la hora de las caléndulas. Todo hace suponer que a la mañana siguiente tendrá un ánimo de perros y toda la familia habrá de padecer sus justas iras... Sólo hay un modo de apaciguarlo: hacer el amor como si aún, como si todavía ese encuentro fuera igual al choque de los planetas. Mansamente, la dama hace sus cálculos: "Después de todo, qué me cuesta". Tal vez intente un precalentamiento a solas tratando de que
algún bíceps privilegiado, algún cuarto de perfil de Brad Pitt las sacudan de su modorra asténica. Puede incluso apelar a algún amigo de su marido cuya boca sea especialmente insinuante. Todo en vano; lisa y definitivamente no tiene la menor gana.
En cambio, sabe que tiene un máximo de obligación. Las madres victorianas solían aconsejar a sus hijas: "Cierra los ojos y piensa en la reina". Dichosas épocas en que la pasividad de la esposa era un mérito que todo esposo compensaba con una amante. No es éste el caso. Se aman y allá lejos y hace tiempo han llegado a gustar de los placeres de la carne. ¿Cómo hacer para reflotarlos? Sencillamente se apela al teatro de ficción, a la prostitución más calificada.
Una señora esposa se convierte, entonces, en una meretriz de lujo. Capaz de matarle el punto a cualquier profesional del pavimento, lisa y llanamente porque conoce todo de su cliente. Y cuando hay canje de deseo ficticio por algún tipo de bienes... Amigas mías están en el barco!
Seguiremos en la próxima nota