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COLUMNA DE CRISTINA WARGON: ¿Por qué engañan las mujeres? - Parte 3

Indicios infalibles. Puedo jurar que cualquier hombre medianamente tarado está en condiciones de percibir, en el acto, cuándo su esposa anda en fulerías. Pero como el matrimonio arruina el cerebelo al más vivaracho, procederé a una breve y traidora exposición de los síntomas, recursos y estratagemas de la mujer infiel.

Lo primero que se le percibe es un cierto resplandor en la mirada. Es decir, lo perciben los vecinos, porque es de rigor que el marido hace años que ni la mira. Pero más allá de este dato altamente subjetivo, hay indicios concretos. Podrá observarse que de la noche a la mañana brotan en la cabeza de ella rulos, platinados o "brushing". Generalmente, el cambio de peinado trae aparejado un cambio de maquillaje; y el cambio de maquillaje, un cambio de pilchas. A esta altura, el vecindario sabe que la dama en cuestión está intentando parecer más joven y más linda y todos se cruzan malévolas apuestas sobre quién será "él". Todos menos el propio marido, quien –reitero– sólo le prestaría atención si ella se sentara en la mitad del living, se rociara con querosene y se prendiera fuego.

En el "frente interno" del matrimonio, también comienzan a suceder cosas altamente significativas. La señora que se depilaba cada muerte de obispo y tenía los pelos de las piernas cual un mamut ahora se afeita, se encrema, se enjuaga, se mima; se prepara, en fin, para una fiesta donde su esposo no será, por cierto, el invitado de honor.

Dentro del mismo rubro es de apreciar los milagros que ocurren con la ropa interior. Se renuevan bombachas y "soutiens", se cambian los gruesos y abrigados cancán por medias finitas y hasta con ligas; pero sospechosamente... el viejo y a-afrodisíaco camisón de cada noche es siempre el mismo.

Reconozcamos que con la mitad de estos datos el inspector Clouzot sabría ya el nombre del culpable, el número de su cédula de identidad y el año de su primera comunión; pero a un marido no le basta. Siendo por naturaleza poco curiosos y embotados sus sentidos por el uso, este show les pasa inadvertido y ni siquiera se avivan cuando la situación se agrava. Verbigracia: una mujer que se ha lanzado por los anchos rumbos de la infidelidad es una gran inventora de argucias para dejar la jaula (la casa, perdón). Así es como esa señora aficionada a la telenovela muestra, de pronto, un apasionado interés por el control mental, cursos de cocina en Villa Luro, inglés, francés, latín, arameo antiguo, chiíta indoeuropeo, la cría de chinchillas, un tratamiento de ortodoncia, visitas al ginecólogo, antiguas amigas del colegio a quienes debe visitar en su lecho de muerte, karate-do o gimnasia jazz. Sin ir más lejos, tengo una amiga que jura que se va a misa y, por supuesto, vuelve en estado de gracia. Para finalizar, pareciera ser que el único denominador común es que cualquier actividad que se invente debe reunir tres condiciones: desarrollarse en un lugar impreciso, a una hora vaga y donde no haya teléfono.

¿Se enteraron? De nada. ¡Y pensar que se los digo gratis!

Continuará...