Clorinda Sarracán, el amante y la condena por el crimen del pintor
Uno de los primeros casos que tuvo repercusión social y en los periódicos del país. Fue en el año 1856, poco después del derrocamiento de Rosas.
Jacobo Fiorini era un italiano de una muy buena posición económica. Había llegado a Buenos Aires allá por 1829. Era pintor y se dedicaba a retratar a los más notables vecinos, entre ellos al mismísimo Juan Manuel de Rosas. Por aquellos años, ser un retratista otorgaba tanta fama y dinero como hoy alcanza un jugador de fútbol. Por eso no tuvo problemas, cuando ya era un hombre de más de 50 años, en arreglar el casamiento con la hija quinceañera de la destacada familia Sarracán. La chica se llamaba Clorinda y no tuvo elección, era casarse o casarse.
Jacobo llevó a Clorinda a un campo de Santos Lugares, donde tuvieron cinco hijos. Pero para el año 1856, cuando Rosas ya había sido derrotado por las tropas del General Justo José de Urquiza, la vida en esa chacra muy alejada de la ciudad de Buenos Aires, no era de la más apacible para el famoso artista.
Según cuentan los historiadores, en Santos Lugares se comentaba que la mujer, treinta años menor, engañaba a su sexagenario marido. Era un secreto a voces. Al parecer, mantenía una relación adúltera con el capataz del campo, un gaucho llamado Crispín Gutiérrez. La peonada y las domésticas conocían con detalles las aventuras amorosas de la señora que, ese último y trágico año, había cumplido los 23.
Había incluso quienes decían que Jacobo sabía de los engaños, pero callaba. Un día, precisamente el 9 de octubre de 1856, Fiorini se decidió a encarar al gaucho Crispín. Lo insultó y, quizás, le gritó que lo iba a despedir. Pero el retratista era ya un hombre muy mayor, que padecía reuma. Gutiérrez lo enfrentó y, probablemente, lo amenazó. El pintor tuvo tanto miedo que se subió al altillo de la casona rural y se encerró todo el día. Con la puerta trabada, se negaba a bajar porque temía una muerte segura.
Ya era de noche cuando Clorinda subió las escaleras y le dijo a su marido que Crispín se había ido, que bajara tranquilo, que ella le iba a preparar la cena, como lo había hecho en los años de felicidad. El hombre creyó y salió de su encierro voluntario. Fue al salón principal y se recostó en un amplio sillón, mientras su mujer caminó hacia la cocina. Pero esa noche no iba a haber cena.
Clorinda abrió la puerta y dejó entrar a su amante y al hermano de éste, Remigio. En minutos, los dos le destrozaron la cabeza al retratista con una maceta y palos. Fue un crimen atroz.
Clorinda, según declararían después, observó todo el ritual de muerte. Y fue ella la que dio la orden a las domésticas para que limpiaran la habitación. Mientras Crispín y su hermano arrastraron el cadáver al fondo de la casa, cavaron una fosa y lo enterraron. Ya era la madrugada del 10 de octubre. Por la mañana, en la tierra removida hicieron una huerta y sembraron coliflor.
Unos quince días después, y ante la ausencia del famoso pintor, sus amigos empezaron a buscarlo y pidieron la colaboración de la Policía. Fiorini era un hombre muy conocido, por lo que la noticia también fue publicada en los periódicos de la época.
El comisario Arnaud visitó varias veces el campo pero chocó con el silencio de los peones y de la mujer. Todos dijeron lo mismo, aseguraron desconocer el destino de Jacobo. Pero todo cambió el 29 de octubre cuando se presentó en la hacienda el juez Miguel Navarro Viola, acompañado por un escribano, dos médicos oficiales y algunos policías. El magistrado, en una época en la que se decidía sin leyes que reglamentaran los procedimientos, cortó por lo sano: prisión para los peones, el personal doméstico y todo aquel que entraba al campo hasta que alguien contara algo.
Fue Crispín, quien creyó que lo iban a perdonar si colaboraba, el que contó todo lo que había sucedido, con lujo de detalles. El juez lo primero que ordenó fue que sacaran el cadáver del artista de la fosa y le dieran cristiana sepultura, lo que se hizo en ese mismo momento. Después, se llevó detenidos a Clorinda, Crispín y una doméstica. Remigio, el hermano del capataz, logró escapar, aunque sería atrapado un mes después en el pueblo de Mercedes.
El crimen con ribetes pasionales y la detención de Clorinda Sarracán cayó como una bomba en la Buenos Aires de entonces. La mayoría pedía una pena ejemplar para que semejante asesinato tuviese el escarmiento necesario. Así fue como se realizó el juicio oral y público. La defensa de la mujer estuvo a cargo de Carlos Tejedor quien, años más tarde, sería el autor del Código Penal Argentino. La audiencia se hizo en noviembre. Fueron unos pocos testimonios y, sin más ceremonia, se dio lugar al veredicto, que estuvo a cargo del juez Navarro Viola.
El magistrado los encontró culpables y, sin mayores rodeos, los condenó a la pena de muerte. Serían ahorcados y los cadáveres quedarían horas en exposición. El doctor Tejedor, sacó un as que guardaba en la manga y dijo que la ejecución debía postergarse porque Clorinda estaba embarazada, lo que al parecer no era cierto, pero logró el efecto deseado.
La sociedad, de inmediato, se opuso a la ejecución de la mujer. Muchos recordaban lo que había ocurrido unos ocho años antes: el fusilamiento de la niña Camila O'Gorman por su amor prohibido con un sacerdote. No podía tener esta historia el mismo final que tuvo aquella, en medio del gobierno rosista. Durante esos meses, la Sociedad de Beneficencia, especialmente Mariquita Sánchez viuda del embajador Thompson, organizaron un petitorio con miles de firmas para que se perdonara a Clorinda.
El 28 de setiembre de 1857 se promulgó la ley que permitía la conmutación de las penas. El juez la utilizó para condenar a Clorinda a diez años de cárcel y la envió a una celda en la Comandancia de la Policía. Pero unos meses después, el Gobernador Castro la dejó libre por su comportamiento ejemplar. Desde que abandonó la cárcel, nunca más se supo de ella.