Ciegos, sordos y mudos
* Por Román Lejtman. La historia del peronismo demuestra que la ausencia de una oposición democrática a su proyecto dominante concluye en una catástrofe institucional.
Juan Domingo Perón fue derrocado por un golpe de Estado que desembocó en prohibiciones totalitarias, fusilamientos ilegales y matanzas secretas. No hubo justicia, sino revancha: los montoneros secuestraron y ejecutaron al general Pedro Eugenio Aramburu, iniciando así un largo proceso de sangre y ajustes de cuenta.
Isabel Martínez de Perón llegó a la Casa Rosada junto a José López Rega y una situación política que protagonizaban los grupos paramilitares y ciertas organizaciones guerrilleras que habían leído más al Che Guevara que a Antonio Gramsci. El foquismo se impuso al salto cualitativo en el sistema democrático, y las Fuerzas Armadas que ya habían aprendido las enseñanzas de la OAS en Argelia, terminaron con el gobierno de Isabel e impusieron un plan sistemático de violaciones a los derechos humanos. Todo cambió para siempre.
En estas dos experiencias históricas incomparables, aunque exhiben al justicialismo como hilo conductor, se puede encontrar la ausencia de la oposición para equilibrar en el escenario político las ambivalencias y pretensiones de una metodología que es formidable para construir poder y reducir a escombros a las fuerzas opositoras. Entonces, sin equilibrios ni contrapesos, el peronismo se transforma en un partido único que nos lleva al abismo.
El conocimiento de los procesos históricos puede evitarnos una nueva aventura institucional. Pero para esquivar las acechanzas de su propia naturaleza política, el propio gobierno y la sociedad necesitan de la oposición, de sus propuestas, de sus proyectos y de su inteligencia. No es un secreto de Estado que no habrá entrega de banda y bastón presidencial, ya que Cristina Fernández de Kirchner tiene ambos atributos de poder, y no es necesario encargar otros para ratificar que la mayoría de los argentinos confía en su proyectos y en su energía.
Pero Cristina Fernández no está sola, y es indispensable que los delegados del poder sientan que la oposición existe, tiene prestigio y controla todos sus actos. Sin propuestas opositoras no hay contrapeso, y la sociedad que no es oficialista se siente ignorada, huérfana, perdida. Si el cincuenta por ciento de los argentinos no tiene representación, estamos frente a un vacío de poder, y cualquiera sabe que los vacíos en el poder se llenan irremediablemente. Puede haber una República de Weimar, regresar el personaje de Jerzy Kosinski en Desde el Jardín o aparecer un actor de variedades que sonríe y no sabe qué es la división de poderes.
La responsabilidad, ahora, es de la oposición. Perdieron las internas y van a perder los comicios presidenciales. Eso no implica que no hagan campaña electoral, que se refugien en pequeñas denuncias de fraude electoral, que anuncien el corte de boleta o que exhiban un rictus amargo cada vez que aparecen en los medios de comunicación. La democracia funciona con el disenso y la voluntad de los políticos para cambiar el status quo. Si ellos no están, llegaran otros: pero el problema aquí no es de nombres ilustres, o de trayectorias. El problema es de instituciones, de aparatos, de representaciones. Si las fuerzas opositoras no están, y si el vacío de poder se mantiene, otras estructuras intentaran ocupar ese lugar. Y en una sociedad desanimada, desmovilizada y fascinada por el Fútbol para Todos, lo que viene no será democrático, progresista, moderno.
Ideal para sordos, ciegos y mudos.