Chávez y Venezuela
* Por Rogelio Alaniz.. La muerte es un acto privado pero universal. Nos ocurre a cada uno de nosotros y a todos. Alegrarse por la muerte de alguien es necio; ignorarla es tonto. No hay experiencia de la muerte, pero todos sabemos que vamos a morir.
Es el límite de la vida y el límite real al poder. Esta lección deberían conocerla todos, pero en primer lugar los hombres del poder. "Nuestra vida son los ríos que van a dar a la mar". La moraleja de este poema de Manrique sería bueno que la conozcan Hugo Chávez y todos los hombres que ejercen el poder y se creen omnipotentes.
En Venezuela, y en cualquier lugar donde esta noticia importe, se sabe que Chávez padece una enfermedad seria y, al mismo tiempo, se ignoran los detalles de esa enfermedad. Tanto se ignora y tanto se desconfía, que algunos opositores han llegado a sospechar que se trata de una puesta en escena para victimizarse y obtener réditos electorales porque se sabe que la muerte, o la cercanía de la muerte, suele sensibilizar el corazón de las clases populares. Estos recelos me parecen exagerados, pero no está demás recordar que en su momento Fidel Castro montó una opereta parecida, pero no con fines electorales, porque en Cuba el dictador garantiza desde hace medio siglo que su poder jamás será inquietado por un pronunciamiento electoral.
El tema del poder y la muerte de quien lo ejerce, ha preocupado a todos los regímenes políticos a lo largo de la historia. En el mundo antiguo ese dilema intentó resolverse asegurando la sucesión a través del heredero. "El rey a muerto, viva el rey", era la consigna. La muerte de un rey daba lugar a las más diversas ceremonias y rituales, pero lo fundamental estaba resuelto y lo fundamental en este caso era la sucesión.
En las repúblicas democráticas también se intentó dar una respuesta institucional a la muerte del titular político del poder. Todas las constituciones establecieron una línea sucesoria que iba desde el vicepresidente hasta el titular de la Suprema Corte de Justicia. La respuesta institucional era muy clara, pero para perfeccionarse se daba por hecho que los titulares de la posible sucesión estuvieran a la altura de las circunstancias, es decir que fueran personas capacitadas para el ejercicio del poder en una situación de emergencia. Como la historia se encargó de demostrar hasta el cansancio, aquello que se daba por hecho, por consabido, en ciertas situaciones o para ciertos regímenes políticos, no fue así o, por lo menos, no fue tan así.
En lo que respecta a la Argentina, durante décadas los problemas provocados por muerte, enfermedad o renuncia anticipada se resolvieron satisfactoriamente. Así ocurrió cuando Pellegrini lo sucedió a Juárez Celman, Uriburu a Luis Sáenz Peña, Figueroa Alcorta a Quintana o Victorino de la Plaza a Roque Sáenz Peña. Algo parecido puede decirse del momento en que Ramón Castillo sucedió a Roberto Ortiz.
Más compleja fue la sucesión de Perón en 1974, ya que si bien fue legítima porque, efectivamente, su esposa era la vicepresidente, quedó claro que se trataba de una mujer incompetente para hacerse cargo de esa función. Incompetencia que el primero que debería haber advertido era su esposo, pero el esquema de poder inventado por él no dejaba otra alternativa, porque justamente, uno de los rasgos de los regímenes personalistas es que suelen estar rodeados de personajes cuya virtud no es la inteligencia sino la fidelidad y hasta la obsecuencia.