Catástrofes
* Por Alejandro Fontenla. La tragedia que sufrió el pueblo japonés provoca conmoción y dolor.
Miles de seres humanos muertos y otros tantos desaparecidos, ciudades costeras arrasadas por el agua, cientos de autos flotando a la deriva, embarcaciones varadas en los techos, personas errando penosamente entre los escombros, buscando restos de lo que fue su vida, por doquier imágenes estremecedoras. Sin embargo hay un hecho aún más alarmante, que tiene en vilo a la población, pues podría ser peor: la amenaza de un desastre nuclear. Si para estos fenómenos aceptamos una explicación basada en la "catástrofe natural", originada en el orden físico, cabe preguntarse cuál es además el margen de causalidad provocado por el hombre, en qué medida la civilización tecnológica continúa desbordado peligrosamente sus límites.
No dispongo de argumentos científicos para analizar críticamente el problema, sin embargo también es lícito pensarlo desde la cultura. Al ver las luctuosas imágenes del terremoto en Japón, lo primero que vino a mi mente fue el comentario de Walter Benjamin sobre la acuarela de Paul Klee, "Angelus novus", texto que figura en la novena de sus Tesis sobre filosofía de la historia.
En ese breve y bello pasaje Benjamin "pintó" de nuevo el cuadro del genial artista suizo, lo rebautizó como "ángel de la historia" y le dio un significado apasionante, haciendo inteligible la magia extraña y profunda, la raíz metafórica del pequeño cuadro de Klee. "Se ve en él -apunta Benjamin-, un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies".
LAS RUINAS DE LA HISTORIA
Más allá del prestigio y la altura metafórica del texto, y más allá de la tradición talmúdica de los "ángeles rebeldes", que Benjamin conocía, es obvio que, desde el punto de vista de su rica y amplia formación, el filósofo vio a su época, el período de entreguerras, como un mundo en descomposición, en pendiente, donde una catástrofe única, símbolo de lo implacable, hacía un trabajo mecánico, arrojando ante él un cúmulo creciente de escombros: las ruinas de la historia, los despedazados sueños de la modernidad.
"El ángel quisiera detenerse -finaliza Benjamin-, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso".
Y ahora apreciamos en el cuadro de Klee la escena completa. Catástrofe única y Tormenta del Progreso, como dos polos en tensión, se disputan el destino del ángel de rostro humano, atenaceado por fuerzas contrapuestas. El ángel mira hacia el pasado pero no puede cumplir el deseo de bajar a revivir los muertos y a recomponer lo roto, no puede cambiar el curso de los hechos ni reparar los daños; no puede volar libremente, escoger su dirección, porque sus alas están desplegadas por la fuerza del viento; no puede volverse hacia el fondo del escenario pues está fijo en su posición frontal; está capturado, secuestrado, sin posibilidad de escape, obligado a ascender hacia el futuro. Es un rehén del progreso.
Comentando este texto, Ricardo Forster escribió: "de este modo, y con una originalidad superlativa, Benjamin se adelanta a muchas de las posturas que se harán comunes en las actuales discusiones sobre la historia, la crisis de los grandes relatos, el descentramiento del sujeto, las paradojas de la modernidad, y anticipa el derrotero de la profunda crisis que hoy asalta nuestra contemporaneidad". Paradojas terminales de la modernidad, en la medida en que los hechos desmintieron los enunciados programáticos: lo irracional adueñándose de la escena en la pretendida "edad de la razón", y la guerra, "ambulante y perpetua", como único factor común a lo largo y ancho del planeta, en lugar del dorado sueño de la paz universal.
UTOPIA
Walter Benjamin murió el 24 de septiembre de 1940 en Port Bou, un pasaje de la frontera franco española, cuando intentaba huir de las tropas alemanas que ocupaban Francia. El día que llegó fue clausurado el conducto, y esa misma noche el filósofo se quitó la vida, sin saber que al día siguiente una contraorden liberaba el paso. Su obra se empezó a conocer quince años más tarde, cuando se publicaron sus primeros escritos. Desde entonces Benjamin es, junto con Nietzche, el pensador que ha despertado mayor interés y pasión interpretativa. Su obra se caracteriza por una llamativa amplitud de temas, casi un vagabundeo cultural libre, profundamente original, ajeno a toda formalización académica. Más que por afirmaciones universales, prefirió expresarse por metáforas, como la del "ángel del progreso", que remitieran siempre a otro plano de sentido.
Cuando los noticieros y los videos subidos a las redes mostraban los alrededores de las centrales nucleares japonesas afectadas por el terremoto, y a sus miles de habitantes temerosos de una fuga radiactiva, los veía de alguna manera presos e impotentes. Como los que removían los escombros dejados tras la retirada de las aguas. ¿Podría hoy cuestionarse la necesidad de una central nuclear? ¿Podría desandarse de algún modo, empezando por alguna parte, la omnipotente era hipertecnológica? Parece utópico. Por lo tanto los japoneses, nosotros, la humanidad, seguiremos como el ángel del Paul Klee succionados hacia adelante, hacia el inevitable y benéfico futuro, con el riesgo de que cada tanto, una mirada desencajada deba detenerse en los daños y los costos.