Sociedad
Breve retrato de la degradación argentina
Va de la pobreza indignada pero digna, hasta el delirium tremens de un cortejo de abombados venenosos que deciden matar
Por Miguel Wiñazki
Los demonios de la insensatez deambulan en la noche de una oscuridad sin estrellas.
Los pordioseros -escribe Miguel Ángel Asturias- “se reúnen a regañadientes maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito…” La ponderada y burdamente estetizada lumpenización no es un paraíso. Es más bien un infierno de trifulcas, temores, y desesperaciones humanas que derivan de pronto en locuras imponderables, como la de esas “mentes” que idearon el balazo magnicida que no salió.
Una dimensión es la pobreza y otra esa aberrante pauperización que tritura toda inteligencia y propaga un idiotismo que puede pergeñar ensoñaciones letales.
El gran artista Ernesto de La Cárcova pintó a fines del siglo XIX un lienzo icónico: “Sin pan y sin trabajo”. La imagen emana la dignidad de una miseria dura, pero no abyecta, al contrario.
Una mujer que amamanta su bebé demacrado. Frente a ella un hombre, un obrero sin trabajo; el padre, con el puño cerrado de indignación. A lo lejos una protesta proletaria, y una represión que se percibe, algo difuminada pero indudable.
Los conflictos sociales son antiguos, pero el abismo desde la dignidad y la conciencia social hasta el vaciamiento mental y moral son fenómenos contemporáneos que pueden apretar sin sentido y torpemente el gatillo de un arma alelada. La tragedia no aconteció por la inmaterialidad y disipación de toda inteligencia.
Ahí hay un drama que brota bajo la forma de parásitos dentados y descerebrados en las estribaciones abrumadas de la ciudad, de las ciudades de la furia argentina.
Es la degradación que va de la pobreza indignada pero digna, hasta el delirium tremens de un cortejo de abombados venenosos que deciden matar, como si la vida, la muerte y las consecuencias de un crimen delineado entre algodones de azúcar no fueran tangibles y ominosas.
Debajo de la pobreza del que se esfuerza pero queda igualmente postergado, emerge un segmento a-social, profundamente marginal, que es la consecuencia no sólo de las malas políticas, sino también de la debacle educativa y de la posmoralidad que renuncia a evaluar valores y mandamientos que garanticen la convivencia, que extiende en los espíritus esa voluntad de No trabajar.
Hay que pensar en una nueva sociología de los que diría Frantz Fanon son los condenados de la tierra. No solo son producto de la explotación histórica que atravesó Iberoamérica. Hay algo más en este fenómeno que se plasma en el retrato trágico y kitsch de Sabag Montiel y de Brenda Uliarte, y en los bombos saltimbanqueando otrora en el atrio de la gran Catedral, y en las xenofobias encabritadas y desbocadas de tantas tribunas del fútbol, y en las guaridas destartaladas de los adictos a las armas robadas en los mercados negros, y a la sangre de los otros.
Se ha sembrado una insondable degradación con la contribución de una producción “cultural” que alaba como si fuera una épica al código carcelario más cerril. Todo convertido en épica para baratijas que se pretenden cinematográficas. Y entonces de mil formas se alimenta la violencia que saben ejercer las jefaturas criminales encerradas pero no por eso fuera de sus posibilidades operativas para ordenar la muerte de cualquiera. Ocurre en Rosario y no solo en Rosario.
Los sicarios dependientes de los encarcelados exhiben en sus lenguajes y en sus actos esa decaída más infernal que el infierno en la más honda de las ignorancias humanas: aquella que no distingue que los otros tienen derecho a vivir.
Hay una Argentina rota, descoyuntada, ahogándose en una avaricia que lo atraviesa todo, en un pañuelo de desventuras atadas por siete nudos, motivadas y exacerbadas por bombas sin estruendo que maniataron la inteligencia, que bombardearon al lenguaje, que apabullaron a la escuela, que agredieron a la cultura del trabajo, y que sembraron semillas de maldad que se comunican y transfieren burdamente por Whatsapp, en una decadencia que se encierra en teléfonos apocalípticos, y a la vez borrados, y a la vez explícitos, en una Babel que avanza y avanza.
No todo es así. Hay una sociedad que resiste a la degradación, que busca salir, estudiar y comprender qué es lo que pasa y cómo se sale.
Pero la salida es compleja.
Y es lejana.
Atravesamos sendas minadas. Todo paso puede ser un paso en falso.
¿Alguien tiene una brújula?
Porque nos movemos como quien peregrina por el desierto.
Los demonios de la insensatez deambulan en la noche de una oscuridad sin estrellas.
Los pordioseros -escribe Miguel Ángel Asturias- “se reúnen a regañadientes maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito…” La ponderada y burdamente estetizada lumpenización no es un paraíso. Es más bien un infierno de trifulcas, temores, y desesperaciones humanas que derivan de pronto en locuras imponderables, como la de esas “mentes” que idearon el balazo magnicida que no salió.
Una dimensión es la pobreza y otra esa aberrante pauperización que tritura toda inteligencia y propaga un idiotismo que puede pergeñar ensoñaciones letales.
El gran artista Ernesto de La Cárcova pintó a fines del siglo XIX un lienzo icónico: “Sin pan y sin trabajo”. La imagen emana la dignidad de una miseria dura, pero no abyecta, al contrario.
Una mujer que amamanta su bebé demacrado. Frente a ella un hombre, un obrero sin trabajo; el padre, con el puño cerrado de indignación. A lo lejos una protesta proletaria, y una represión que se percibe, algo difuminada pero indudable.
Los conflictos sociales son antiguos, pero el abismo desde la dignidad y la conciencia social hasta el vaciamiento mental y moral son fenómenos contemporáneos que pueden apretar sin sentido y torpemente el gatillo de un arma alelada. La tragedia no aconteció por la inmaterialidad y disipación de toda inteligencia.
Ahí hay un drama que brota bajo la forma de parásitos dentados y descerebrados en las estribaciones abrumadas de la ciudad, de las ciudades de la furia argentina.
Es la degradación que va de la pobreza indignada pero digna, hasta el delirium tremens de un cortejo de abombados venenosos que deciden matar, como si la vida, la muerte y las consecuencias de un crimen delineado entre algodones de azúcar no fueran tangibles y ominosas.
Debajo de la pobreza del que se esfuerza pero queda igualmente postergado, emerge un segmento a-social, profundamente marginal, que es la consecuencia no sólo de las malas políticas, sino también de la debacle educativa y de la posmoralidad que renuncia a evaluar valores y mandamientos que garanticen la convivencia, que extiende en los espíritus esa voluntad de No trabajar.
Hay que pensar en una nueva sociología de los que diría Frantz Fanon son los condenados de la tierra. No solo son producto de la explotación histórica que atravesó Iberoamérica. Hay algo más en este fenómeno que se plasma en el retrato trágico y kitsch de Sabag Montiel y de Brenda Uliarte, y en los bombos saltimbanqueando otrora en el atrio de la gran Catedral, y en las xenofobias encabritadas y desbocadas de tantas tribunas del fútbol, y en las guaridas destartaladas de los adictos a las armas robadas en los mercados negros, y a la sangre de los otros.
Se ha sembrado una insondable degradación con la contribución de una producción “cultural” que alaba como si fuera una épica al código carcelario más cerril. Todo convertido en épica para baratijas que se pretenden cinematográficas. Y entonces de mil formas se alimenta la violencia que saben ejercer las jefaturas criminales encerradas pero no por eso fuera de sus posibilidades operativas para ordenar la muerte de cualquiera. Ocurre en Rosario y no solo en Rosario.
Los sicarios dependientes de los encarcelados exhiben en sus lenguajes y en sus actos esa decaída más infernal que el infierno en la más honda de las ignorancias humanas: aquella que no distingue que los otros tienen derecho a vivir.
Hay una Argentina rota, descoyuntada, ahogándose en una avaricia que lo atraviesa todo, en un pañuelo de desventuras atadas por siete nudos, motivadas y exacerbadas por bombas sin estruendo que maniataron la inteligencia, que bombardearon al lenguaje, que apabullaron a la escuela, que agredieron a la cultura del trabajo, y que sembraron semillas de maldad que se comunican y transfieren burdamente por Whatsapp, en una decadencia que se encierra en teléfonos apocalípticos, y a la vez borrados, y a la vez explícitos, en una Babel que avanza y avanza.
No todo es así. Hay una sociedad que resiste a la degradación, que busca salir, estudiar y comprender qué es lo que pasa y cómo se sale.
Pero la salida es compleja.
Y es lejana.
Atravesamos sendas minadas. Todo paso puede ser un paso en falso.
¿Alguien tiene una brújula?
Porque nos movemos como quien peregrina por el desierto.
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