En Bolivia estamos presenciando un golpe de estado hecho y derecho. Sólo quienes lo avalan pueden negar esto. Ya van al menos 30 muertos producto de la acción de la policía y los militares. Son campesinos y campesinas, trabajadores y trabajadores, pobladores y pobladores. Los últimos seis fueron asesinados en Senkata, El Alto, donde los represores tiraban desde helicópteros artillados. Pero esto no ha frenado hasta el momento la resistencia contra un golpe motorizado por el sector más racista y reaccionario de la oposición a Evo Morales, el que representa a la oligarquía de Santa Cruz, con Luis Fernando Camacho como referente principal.
Hace poco más de un mes era difícil prever este desarrollo de la situación política boliviana. Posiblemente fueron los levantamientos populares en Ecuador y Chile los que aceleraron la decisión de la oligarquía cruceña de avanzar con una acción golpista patrocinada por los gobiernos de Estados Unidos y Brasil, los primeros en reconocer al gobierno fraudulento de Jeanine Áñez. Con el retiro del paquete de “ajuste” de Lenin Moreno en Ecuador y, en mayor medida, con la crisis provocada por la persistente movilización popular al gobierno derechista de Sebastián Piñera y a todo el esquema neoliberal impuesto por la dictadura pinochetista, el plan de recolonización yanky de la región que venía tratando de implementar el gobierno de Trump estaba recibiendo un traspié tras otro. A estos hechos hay que agregar la derrota electoral de Macri. Y, anterior en el tiempo, el traspié al intento golpista en Venezuela. Por eso me da la impresión que las causas principales del golpe son más bien geopolíticas, aunque de consolidarse el nuevo gobierno de facto esto tenga consecuencias económicas en la apropiación de los recursos naturales como el litio. Trump y Bolsonaro (con el apoyo inestimable de Luis Almagro, el presidente de la OEA) están mostrando que, si es necesario, están dispuestos a desatar una guerra civil en Bolivia para imponer un gobierno alineado con sus intereses. Quizás esto explique la rápida pérdida de influencia entre el bloque golpista de Carlos Mesa, el principal candidato de la oposición, quien más que a un golpe aspiraba originalmente a que se haga la segunda vuelta o a una nueva elección. Sin embargo, Mesa se subordinó completamente a Camacho, algo difícil de comprender sin la acción de “la embajada”. Fue Camacho y no Mesa quien entró al Palacio del Quemado acompañado de policías luego de la forzada renuncia de Evo Morales y quien estuvo en el balcón junto a Áñez luego de su autoproclamación como presidenta interina. Nada de esto, por supuesto, exime a Mesa de sus responsabilidades en los hechos ni en las masacres que se están llevando adelante contra el pueblo boliviano movilizado.
Esto no significa que no hubiera descontento interno de distintos sectores con Evo (que había bajado en su apoyo electoral del 62% al 47%) ni que existieran irregularidades en el proceso electoral que favorecieron la articulación del bloque golpista. Pero, en sí mismos, ninguno de estos elementos alcanza para explicar el golpe ni el liderazgo tomado por la oligarquía cruceña entre los opositores. Al momento que cerramos estas líneas, la dictadura se debate entre lograr una fachada institucional para convocar a elecciones a su medida o radicalizarse aún más hacia la derecha. Al menos sectores importantes de las bancadas del MAS en el parlamento (donde controlan los dos tercios tanto en diputados como en senadores) se han mostrado dispuestos a dar reconocimiento al gobierno dictatorial en la convocatoria electoral y, de hecho, nunca votaron el rechazo a la renuncia de Evo Morales y García Linera, cuestión que dejaría Áñez en la ilegalidad. Esto contrasta claramente con la decisión de lucha que estamos viendo en El Alto. La heroicidad de la resistencia popular, que ha tenido que sobreponerse a traiciones como la de la dirección de la COB (Central Obrera Boliviana) y ahora a las negociaciones de la bancada parlamentaria del MAS, muestra que el racismo de los cruceños y de sectores importantes de las clases medias paceñas y de otras regiones del país ha ido de la mano de una completa subestimación de la capacidad de acción y orgullo de los sectores populares, en gran medida indígenas (que son un 62% de la población boliviana), tanto campesinos como trabajadores urbanos, la mayoría precarizados. De ahí que los ataques iniciales a la whipala tuvieron el efecto de desatar una resistencia casi inmediata al golpe que, a pesar de los muertos, continúa al momento que escribimos estas líneas. Por el momento, los sectores de mineros asalariados que rechazaron el golpe, como los de Huanuni, no han mostrado todo su potencial de acción. Veremos si entran en escena en estas jornadas decisivas. No es poco lo que se juega en Bolivia. Acá y en Chile se está definiendo parte de la relación de fuerzas de todo el continente. En ambos países, “la calle” movilizada tiene que enfrentar no solo a la derecha y su represión sino las agachadas de los “progresistas”. Para los que habían sentenciado el fin de la lucha de clases la realidad latinoamericana les está dando un claro desmentido.
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