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¡Basta de viajar así!

* Por Roberto Agosta. Los proverbiales caos de tránsito de Lagos, Nairobi o Jakarta están palideciendo frente al desastre de viajar todos los días en Buenos Aires.

Sea en auto, en colectivo, en subte, en tren, o incluso en taxi, el traslado cotidiano es una tortura cada vez más penosa, en la cual todos perdemos largas horas en embotellamientos de tránsito que ya no respetan horarios, en interminables viajes en colectivo que requieren esperas, colas y transbordos en lugares mal diseñados e inseguros, o apiñados en trenes y subtes que han perdido los atisbos de calidad que se habían recuperado tímidamente hace unos años.

El aumento de la población del área metropolitana, la mayor cantidad de viajes y de automóviles y la falta de inversiones en el sistema hacen que, fatalmente, el deterioro de nuestra calidad de vida vaya a profundizarse año tras año.

Los esfuerzos que se están haciendo para desarrollar un nuevo sistema de ómnibus en carriles exclusivos, las extensiones de las líneas de subte en curso y la promoción del uso de la bicicleta, aunque resultan encomiables, no son suficientes para resolver el problema.

A lo largo de los últimos 60 años, la inversión per cápita ha sido del orden de la décima parte de la que efectuábamos cien años atrás. Es cierto que aquella correspondía a una época en la cual las redes troncales (principalmente ferrocarriles y subtes) se estaban construyendo (gracias a Dios y a nuestros denostados y visionarios antepasados). Sin embargo, la falta absoluta de inversiones importantes, especialmente en la infraestructura y el equipamiento del transporte público masivo, hace que hoy dispongamos prácticamente del mismo sistema de transporte que hace un siglo, cuando éramos menos de dos millones de habitantes, la mayoría concentrados en la Capital Federal, pero hoy orillamos los catorce millones, con solamente un 20% habitando dentro de la Capital.

No tenemos que sorprendernos. Viajamos cada vez peor porque, a diferencia de otras ciudades, no hemos destinado recursos a mejorar el sistema de transporte: mientras que otras metrópolis en este período rediseñaron sus redes ferroviarias suburbanas para que la gente pudiera viajar más rápido y con confort, nosotros tenemos un ferrocarril mucho peor que el de hace cincuenta años; la ciudad creció y ni el ferrocarril ni el subte acompañaron ese crecimiento.

Decimos preocuparnos por el medio ambiente, pero el uso del automóvil sigue ganando terreno, y en la práctica confiamos el grueso de la movilidad urbana al sistema de colectivos que, con unidades cada vez más grandes, siguen surcando las angostas calles del microcentro diseñadas en el período colonial, y esto porque no proyectamos sistemas de subte que puedan reemplazarlos en esos tramos ni desarrollamos sistemas de túneles pasantes ferroviarios que eviten transbordos y que hagan más rápido y conveniente el viaje, tal y como lo han hecho las principales ciudades del mundo.

Se podrá argumentar que la misma falta de inversiones han padecido la educación, la salud o (tal vez en menor medida) la energía. Es probable, pero ello no hace sino contribuir a explicar por qué el PBI per cápita de la Argentina en 1950 era 2,5 veces más alto que el promedio mundial y hoy no alcanza a ser una vez y media mayor.

El área metropolitana de Buenos Aires tiene un retraso de por lo menos 60 años en su infraestructura de transporte público, pero pagamos uno de los boletos más baratos del mundo. Esto, que parece una paradoja, no lo es: en la próxima década, deberíamos invertir por lo menos 2000 millones de dólares al año en infraestructura de transporte para recuperar en parte el tiempo perdido y viajar mejor. El financiamiento internacional y los recursos que podríamos emplear para estas inversiones existen, pero se asignan incorrectamente: o bien los destinamos a subsidiar cada vez en mayor medida el consumo de otros bienes a través del subsidio al boleto, que favorece tanto a los pobres como a los ricos, o bien destinamos mayoritariamente los fondos que se recaudan de los peajes de las autopistas urbanas a construir nuevas obras viales en lugar de emplearlos en el mejoramiento (y no solamente en la extensión) del sistema de subterráneos.

Tampoco actuamos sobre la estructura urbana del área metropolitana fortaleciendo y revitalizando el área central, controlando la proliferación de usos del suelo totalmente dependientes del automóvil y potenciando áreas de usos mixtos en torno a las centralidades barriales y a las estaciones del ferrocarril, que favorezcan la reducción de la necesidad de viajar e induzcan al uso del transporte público.

Si no encaramos las reformas estructurales que otras metrópolis encararon; si no generamos inteligentes sistemas de financiamiento que protejan a los menos favorecidos pero direccionen el grueso de los recursos a la inversión y generen nuevas fuentes de ingresos genuinos que graven el uso del automóvil, a través, por ejemplo, de un impuesto específico al combustible que se expende en el área metropolitana; si no gestionamos con eficiencia nuestros sistemas de transporte y si no concertamos entre el gobierno de la ciudad y el gobierno nacional planes de inversión y de financiamiento inteligentes no vamos a seguir viajando así: vamos a viajar cada vez peor.