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Barreras al crecimiento

*Por James Neilson. A partir de la segunda mitad del 2008 se ha consolidado el consenso de que los "modelos" económicos de China, la India, Brasil e incluso de Turquía están funcionando mucho mejor que los de Estados Unidos, Europa y el Japón. ¿Es verdad?

Si uno privilegia la tasa de crecimiento y pasa por alto todo lo demás, no cabe duda de que "los emergentes", entre ellos la Argentina, merecen lugares en el podio internacional, pero conforme a otros criterios siguen muy rezagados. Sus ingresos son una mera fracción de los habituales en los países ricos y en todos la proporción de pobres auténticos, personas que apenas logran sobrevivir, es diez o veinte veces mayor.

Asimismo, aunque últimamente los países más adinerados han crecido poco, la mayoría produce más y consume más que un lustro atrás, cuando tantos se felicitaban por la insólita prosperidad alcanzada. Lo que han perdido no es su riqueza sino la ilusión de que los buenos tiempos no tendrían fin, que cada año se acercaría más el nirvana del bienestar universal.

Siempre es un error subestimar la importancia de las ilusiones. De acuerdo con las pautas del resto del planeta, las dificultades que han surgido en el Primer Mundo son mínimas –el ingreso real, suplementado por servicios sociales generosos, de un desocupado europeo suele ser muy superior a aquel de la mayoría de los argentinos que sí trabajan– pero así y todo en Estados Unidos y Europa parecería que el pesimismo extremo se ha apoderado de la mayoría.

Se ha difundido la sensación de que, hasta nuevo aviso, los acostumbrados a un estándar de vida que otros considerarían utópico tendrán que conformarse con lo ya conseguido o, en muchos casos, resignarse a percibir un poco menos. Se habla de grandes crisis políticas por venir, de las consecuencias sociales desastrosas que provocarán los programas de austeridad que los gobiernos se creen obligados a emprender y hasta del fin inminente de una época prolongada de supremacía occidental.

Todo lo cual es posible, pero puede que lo que estamos viendo no sea tanto el ocaso de los países más ricos y su próximo reemplazo por rivales más dinámicos, encabezados por China, cuanto lo difícil que es superar cierto nivel económico. Los "modelos" económicos de los países calificados de desarrollados son radicalmente distintos de los propios de los aún subdesarrollados, porque dependen mucho más del aporte de una multitud de especialistas bien preparados, o sea del "conocimiento" debidamente movilizado, de la calidad más que la cantidad. Para ser tan productivos, los países emergentes necesitarían contar con "capital humano" que sea, en términos económicos, igualmente valioso. No les será nada fácil lograrlo.

Muchos gobiernos lo entienden, de ahí su voluntad de impulsar la educación científica y tecnológica, pero tarde o temprano todos se estrellarán contra las mismas barreras cuya aparición ha desconcertado a los dirigentes de los países occidentales. En la mayoría de los casos, lo harán bien antes de alcanzar un ingreso per cápita que sea equiparable con el norteamericano actual.

Sucede que, al hacerse cada vez más arduas las exigencias intelectuales o, si se prefiere, profesionales planteadas por las economías avanzadas, se reduce el porcentaje de quienes son capaces de superarlas. Es por este motivo que en América del Norte, Europa y el Japón está creciendo con rapidez la proporción de personas que no están en condiciones de aportar mucho que sea útil y que reciben lo que en efecto son subsidios aun cuando estén empleados. Para ellos, eficiencia y competitividad son malas palabras.

A pesar de la crisis generalizada que está sufriendo Estados Unidos y que tantos dolores de cabeza continúa dando al presidente Barack Obama, las grandes corporaciones y las empresas que no participaron de "la burbuja" financiera que se pinchó en el 2008 están disfrutando de un boom fabuloso. Sus arcas están llenas y sus ganancias son mayúsculas. Asimismo, a juzgar por las estadísticas disponibles, el desempleo no es un problema grave para los jóvenes relativamente bien instruidos. En cambio otros sectores, los menos avanzados de la economía norteamericana como el público, sí están en recesión mientras que son sombrías las perspectivas laborales que enfrentan aquellos trabajadores que no poseen las calificaciones académicas requeridas o aptitudes especiales.

Estados Unidos, lo mismo que los demás países ricos, tiene una economía dual. Mientras que las partes más eficientes van viento en popa, las menos eficientes están hundiéndose. Puede que en una dictadura como China, o en América Latina donde la extrema desigualdad es tradicional y los políticos saben muy bien cómo aprovecharla, la situación así creada fuera tolerable, sobre todo si se cree que es solamente coyuntural, pero no lo es en democracias modernas en que suele darse por sentado que todos deberían verse beneficiados en cierta medida por el progreso material del conjunto.

Para atenuar las consecuencias de la divergencia, que es atribuible a la complejidad creciente de los procesos económicos, de las dos partes, es forzoso transferir dinero desde los sectores competitivos hacia los que no lo son, con el resultado de que propende a aumentar la cantidad de dependientes de los sistemas asistenciales que se establecieron cuando la realidad económica y demográfica era distinta. Los gobiernos europeos, asustados por los costos y por el impacto negativo en la economía de la redistribución de recursos resultante, se han comprometido a revertirla poniendo en marcha severos programas de austeridad, pero no es demasiado probable que logren ir muy lejos en tal sentido antes de chocar contra la resistencia implacable de los muchos que temen verse perjudicados y sus aliados políticos.

¿Será compatible en adelante el crecimiento económico con el igualitarismo? Muchos han supuesto que sí, que al invertir mucho más en educación será posible superar los problemas planteados por los incesantes avances tecnológicos que, con rapidez alucinante, eliminaban millones de puestos de trabajo en fábricas u oficinas y hacían obsoletas actividades antes bien remuneradas, pero parecería que se han equivocado. Por desgracia, abundan motivos para pensar que el sueño de una sociedad en que todos, salvo un puñado de irrecuperables, adquieran diplomas universitarios que los faculten para desempeñar papeles imprescindibles en una economía que se haga más productiva por momentos ha resultado ser una fantasía.