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Aureolas

*Por Alejandro Fontenla. En el París de 1860, el momento de las grandes transformaciones urbanas, entre ellas la apertura de los grandes bulevares, que modificó la circulación y la fluidez demográfica de la capital, abriendo el contacto entre las zonas residenciales y las más pobres, un poeta ilustre y consagrado se dirige hacia los "barrios bajos" y entra a un cabaret de mala muerte.

Al punto es reconocido por un "hombre corriente" que, presa de asombro, increpa al poeta célebre cuestionando su presencia en semejante lugar. El poeta, desenvuelto y "exultante", le responde: "Vea usted, ocurre que al bajar del carruaje y cruzar el bulevar, en medio del caos del tránsito, en un mal movimiento, se me cayó la aureola en el fango". El hombre corriente insiste: "Pero Maestro, ¿por qué no la recoge y se la vuelve a colocar?". Y el poeta: "Es que así estoy más cómodo, y puedo entregarme libremente al desenfreno. Además -remata- tal vez la encuentre algún poeta mediocre que esté ansioso por lucirla".

Esta historia figura en "La pérdida de la aureola", uno de los últimos textos en prosa de Charles Baudelaire, aparecidos en periódicos y publicados en 1868, un año después de la muerte del poeta, bajo el título "El spleen de París".

Fue Walter Benjamin el primero en advertir la profundidad y riqueza de estos textos, y luego el ensayista neoyorquino Marshall Berman, a quien debo el marco de este comentario, desarrolló el análisis, reconociendo el carácter anticipatorio de los artículos de Baudelaire, describiéndolos como "escenas primarias modernas" o "arquetipos de la vida moderna".

LECTURA DE POEMAS

Por un compromiso que no tuve el valor de resistir, asistí a una "lectura de poemas" donde tres hombres y una mujer, con aire apocalíptico y voz desmayada, leían sus creaciones ante unas treinta personas, en medio de un salón desolado, en un silencio interrumpido tras cada lectura por un forzado y lamentable aplauso.

No pude menos que recordar a Baudelaire, dado que muchos versificadores actuales -no todos, por cierto-, parecen desconocer o contradecir las enseñanzas del gran poeta de la modernidad. En efecto, en la escena narrada, la comicidad encubre la seriedad del desenmascaramiento que está ocurriendo. ¿Qué es la aureola? ¿Para qué está allí? ¿Por qué la aureola, símbolo de lo más elevado, queda arrojada en el fango, que connota -en el tango lo sabemos bien- lo más bajo? Está allí para satirizar y criticar una de las ideas más fervientes de aquella época y que por lo visto subsiste en esta: la creencia en la sacralidad del arte.

La pulla de Baudelaire es multidireccional: toca a los poetas mediocres, que lucirían con orgullo la aureola, y alcanza a los "hombres corrientes", muchos de los cuales creen que el arte y los artistas existen en un plano superior, libres de las contingencias que nos caben al resto de los mortales.

Según Marshall Berman, la escena de Baudelaire se emparenta con la famosa frase de Marx en el Manifiesto comunista: "La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al sabio, los ha convertido en sus servidores asalariados".

La frase de Marx, en el contexto de su pensamiento general, tiene en primera instancia un objetivo anticlerical, dado que la aureola marca la división entre lo sagrado y lo profano, en cambio una vida sin auras implica para él una situación de igualdad espiritual, donde los seres humanos se relacionan en el mismo plano y por lo tanto se legitima todo reclamo de igualdad.

Pero más allá de la crítica a la religión, que no nos interesa en esta nota, la afirmación de Marx tiene un destinatario más secular: se dirige a "aquellos profesionales e intelectuales que creen tener poder para vivir en un plano más alto que las personas corrientes, para trascender las condiciones que el capitalismo les impone. Los que creen haber sido llamados a sus vocaciones, y que su trabajo es sagrado".

POETAS Y HOMBRES CORRIENTES

Veinte años después de Marx, y probablemente sin haberlo leído, Baudelaire se despoja de su aureola para descubrir, como lo señala Marshall Berman, que el aura de la sacralidad artística es incidental, no esencial para el arte, y que la poesía puede darse por igual, y quizás mejor, en los lugares "bajos", no poéticos, y que los poetas se harán más auténticos al hacerse más parecidos a los hombres corrientes.

Volviendo a la "audición" de poemas que motivó esta nota, reparé en que los poetas leían morosamente, como si el tono de voz debiera responder a una gravedad existencial -improbable en sus poemas-, y subrayando las palabras como si cada una de ellas resumiera el fruto de una larga, profunda y dolorosa cavilación, como si fueran ellos mismos sobrevivientes de un inexplicable martirio. Conclusión: hasta el mejor poema se convertía en un monumento al tedio.

Me detuve un rato a conversar con ellos, al finalizar el acto, mientras trataba de digerir una copa de vino. Hablaban casi exclusivamente de sí mismos, mechando una ocasional diatriba a algún colega. Pero fundamentalmente los noté solemnes, refractarios a toda sonrisa y toda broma, con ese tipo de seriedad que denota exceso de importancia y falta de amor, afirmando implícitamente su condición de elegidos, depositarios de dones sobrenaturales y por lo tanto huidizos de cualquier giro ameno que rozara la conversación, y que los muestra, en última instancia, superficiales.

Pensé que "esa" condición de poetas se alejaba mucho de los antiguos juglares que recitaban, cantaban, inventaban o copiaban desprejuiciadamente en medio de las plazas y de la gente, entre bromas, mentiras, picardías y atrevimientos. Recordé en un rápido repaso a Francois Villón, a Rabelais, a Lorca, a Cortazar, a la Walsh, y a tantos que pensaron que la falta de sentido del humor es el signo de la mediocridad. Y salí de allí extrañado a mis antiguos amigos del barrio, su alegría espontánea, su humor inteligente y crítico, su cordialidad natural, sin poses y sin aureola.