Atentado a la AMIA: ¿Chamberlain asesora a Cristina?
*Por Román Lejtman Neville Chamberlain, Primer Ministro británico antes de la Segunda Guerra Mundial, era inteligente, culto y un hábil orador, en una época signada por la confusión de los valores y el enfrentamiento ideológico.
Al otro lado del Canal de la Mancha, oscuro, mesiánico y esquivo, estaba Adolfo Hitler acumulando poder y sonriendo cada vez que le preguntaban sobre los planes futuros de Alemania.
Inglaterra era un Imperio que agonizaba y una democracia manejada por conservadores que observaban a Hitler como una pieza estratégica capaz de frenar la ofensiva comunista lanzada por José Stalin desde Moscú. Con esa perspectiva geopolítica, que se tradujo en el concepto de Apaciguamiento, Chamberlain transformó en estadista a Hitler y le permitió que promoviera la Noche de los Cristales, la anexión de los Sudetes, la invasión de Praga y la ocupación de los territorios de Moravia y Bohemia. No importaba, había que salvar a la democracia liberal y Hitler estaría a cargo de la faena.
El Apaciguamiento no sólo escaló hasta transformarse en la Segunda Guerra Mundial, sino que significó una enseñanza clave en el manejo de las relaciones exteriores: las condiciones y objetivos de una negociación diplomática no mutan por los deseos de una de las partes. Existen condiciones estructurales que van más allá de las aspiraciones del eventual negociador, y su negación causa dolores y costos irreparables. Los errores de Chamberlain -reemplazado por Winston Churchill en 1940-, sirven para ratificar las diferencias que existen entre los sueños y la política real.
Cristina Fernández de Kirchner conoce los expedientes del Atentado a la Amia. Fue una de las pocas legisladoras que se preocupó de la investigación judicial y jamás confió en los discursos promisorios de un sector de la comunidad judía y del gobierno que manejaba Carlos Menem. No fue sorprendida cuando la justicia anuló la investigación de Juan José Galeano por haberse pagado coimas para plantar una versión del ataque terrorista que se ajustaba a las pretensiones de la Casa Rosada.
Mahmoud Ahmadinejad es el dictador de Iran. Niega el Holocausto, sueña con tener la bomba atómica, pretende aniquilar al estado de Israel y en su último discurso en Naciones Unidas, a diez años de los atentados en New York y Washington, relativizó las causas materiales de la caída de las Torres Gemelas. Cuando Ahmadinejad empezó su discurso en la Asamblea de la ONU, veintinueve delegaciones abandonaron el recinto de sesiones para repudiar su oscura, mesiánica y esquiva mirada del mundo moderno.
Argentina es democrática, exigió a Iran que entregue a la justicia a los presuntos responsables del ataque a la AMIA, y su actual presidente Cristina Fernández de Kirchner siempre repudió la negación del holocausto y sus consecuencias para la humanidad. Pese a estos antecedentes, la delegación argentina se quedó para escuchar al dictador iraní, demostrando que aún quedan líderes políticos y funcionarios públicos que no entienden o no conocen los horrores que provocó la estrategia de apaciguamiento desplegada por Chamberlain frente a Hitler.
Como la presidente Kirchner propuso en Naciones Unidas que Iran acepte un tercer país para juzgar a los presuntos implicados de esa nacionalidad en el ataque a la AMIA, desde la Casa Rosada se dispuso que la delegación argentina se quedara a escuchar el discurso de Ahmadinejad. El razonamiento es simple, inocente en términos de conocimiento del mundo y sus reglas de juego: Argentina se quedaba en el recinto como señal de buena voluntad, y a cambio esperaba que el dictador de Iran hiciera un guiño a la propuesta oficial de la presidente.
No hubo señal.
Ni tampoco habría que esperarla.
Y si la hubiera, bastaría con leer a Chamberlain.
Cuando regresó de firmar el Pacto de Munich con Hitler, aseguró que había obtenido la paz para nuestros tiempos.
Casi un año más tarde, en 1939, Alemania invadía Polonia.
Y empezaba así la Segunda Guerra Mundial.