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Argentinos de corazón

*Por Alejandro Mareco. Todos tenemos una patria en nuestros corazones, aunque también sobre nuestros hombros.

"Patriotismo y comodidad". La entrañable Mafalda de Quino, entre confusa e indignada, protestaba contra la simple ecuación de pertenecer a una patria sólo porque se había nacido en un lugar en el mundo, es decir, contra semejante condición determinada por un acto sobre el que no se ejerce voluntad alguna.

Todos tenemos una patria en nuestros corazones, aunque también sobre nuestros hombros. Acaso nunca hay que perder de vista que somos hijos de un tiempo, no sólo en la evolución de la humanidad, sino también en nuestra historia regional, nacional, vecinal.

Americanos: sí, eso somos nosotros; es un gentilicio que no sólo corresponde a los norteamericanos, por más que se llamen Estados Unidos de "América" y, a la vez, se hagan llamar "americanos", sino a todos los hijos de este continente. América lleva el nombre de un italiano, de un latino, Américo Vespucio, como también lo era Cristóbal Colón. Pero, increíblemente, hay tanto intelectual y político (argentino y latinoamericano) que no deja de llamarles así a los yanquis, lo que los desnuda a esos supuestos pensadores como analfabetos sobre su lugar y su cultura en el Sur.

De todos modos, somos todavía un mundo nuevo que marca otras direcciones sobre la pertenencia. Esto es: mientras que en los países de Europa el lazo de identidad tiene que ver con la sangre de los que siempre la habitaron, y eso queda en la historia reciente y en el presente modo de entender el mundo repartido, en principio, entre países-naciones, América propone otro modo de pertenencia.

Es que es la versión de un mundo nuevo, en lo que la historia y el encadenamiento entre generaciones no están hechos a la manera de los europeos, sino que son producto de las violaciones de todos los derechos humanos, de historias sin pasado, de empezar, junto al alba del siglo 21 y a todas las razas juntas (la de los conquistadores, la de los esclavos, la de los pueblos originarios arrasados, la de la naturaleza incontrolable), un capítulo nuevo.

El americano nace en América y no tiene historia de sangre a la que apelar para ser americano. Es hijo de un lugar nuevo y su sangre, más que destinada a conectarse con el pasado, es la siembra vital de las venas del futuro.

Entre tanto, somos argentinos y peleamos nuestra identidad como podemos. Así pasa que lo de ser argentino está lejos de ser pura fragilidad. Siempre, al fin, tenemos algo de lo que aferrarnos para sentirnos así: desde una guitarreada en Cosquín hasta una soledad compartida con la música de Piazzolla o con la sórdida puñalada escrita de Roberto Arlt.

También podemos poner en la mesa aparentes contradicciones, como que un publicador de libros como Martín Caparrós diga que Lionel Messi es el argentino más popular, pero el menos argentino de todos (curiosamente lo dice alguien que no comparte ni la sensibilidad ni la decisión de las mayorías); mientras en un estudio de la Universidad Católica de Córdoba se revela que en la mayoría de los pibes cordobeses que está a punto de egresar del secundario, el vínculo más fuerte que les despierta la vibración del sentido de argentinidad es el deportivo (esto da por sentado que sienten orgullo porque Messi es argentino).

Messi, aunque se haya ido a los 13 años, es un hijo del pueblo, de la pasión futbolera argentina: no por nada hemos dado tres de los seis jugadores más importantes de la historia. Hay otros que, sin irse nunca del país, jamás consiguen ser argentinos de corazón.

De lo que se trata es de alcanzarles a los pibes una identificación más profunda, siempre y cuando la tengamos, claro.