¡Argentinos, a pensarse!
*Por Martín Caparrós. Fue casi una sorpresa. Durante toda la campaña electoral sus menguadísimos oponentes criticaron duro los subsidios estatales a la energía y al transporte. La candidata y presidenta no decía nada: todavía, pese al jolgorio de relatos, el mejor aliado del poder es el silencio.
Pero ya lo debía tener pensado; en cuanto ganó, Cristina Fernández hizo algo que debería haber hecho hace ya demasiado: mandó a sus ministros a anunciar que no va a seguir gastando tarros y tarros de dinero público para que todos los porteños —incluidos los más ricos— paguen menos por su gas, su agua, su electricidad: que los subsidios a los servicios hogareños serán selectivos. Desde entonces florecen reacciones. Algunos dicen que cómo puede ser que se den cuenta recién ahora si, en sus ocho años de gobierno, llevaron los subsidios a transporte y energía desde 4.000 millones de pesos a 78.000. Y que por qué de pronto supusieron que no estaba bien lo que habían hecho durante tanto tiempo. Y que cómo no dicen nada sobre por qué lo hicieron y por qué ya no, qué cambió, en qué se equivocaron. Otros dicen que lo importante es que por fin lo han hecho —y qué bien que lo hacen y que esto sí que es justicia redistributiva.
Son discusiones sin duda apasionantes. Pero lo que a mí me interesa del asunto es un rasgo extraño, inesperado: cómo se definirá quién va a seguir recibiendo esos subsidios, y quién no. La medida empezó con cierta justicia demagoga: los ministros dijeron que se los retiraban de inmediato a los habitantes de los dos barrios más caros de la ciudad y de los barrios privados del conurbano. Pero rápidamente se supo —las comunicaciones no son del todo claras— que, en unos pocos meses, el retiro de los subsidios llegaría a dos tercios de la población de Buenos Aires. Y ahí viene lo interesante: cómo se eligen los que sí y los que no. Para empezar, una vía rápida: a partir de ¿ahora? todo ciudadano tiene derecho a renunciar voluntariamente a su subsidio. Para seguir, una más laboriosa: en los próximos meses, todos los ciudadanos lo verán eliminado de sus cuentas y, si quieren recuperarlo, deben pedírselo al Estado —que examinará, dice, caso por caso.
La idea es sorprendente: contra la tendencia de la política a pensar a las personas en conjunto, ésta deja su lugar al individuo. Algunos dirán que el Estado debería hacerse cargo y dar pautas precisas, y que no hacerlo es sentar un raro precedente. A mí en cambio me atrae —me intriga— este cambio de lógica: que cada cual se ocupe. El individuo en su versión más brutalmente individual: la duda hamletiana. ¿Soy o no soy? ¿Merezco o no merezco? ¿Preciso o no preciso? ¿Dónde debo ponerme?
Hoy, mañana, pasado cada porteño deberá decidir si renuncia voluntariamente a su subsidio. Lo cual supone cascada de preguntas: ¿cuál es mi lugar en esta sociedad? ¿Soy un rico, un privilegiado? ¿Eso me obliga a entregar algo que podría guardarme? ¿Soy una persona generosa? ¿Prefiero el bien social al bien individual o por lo menos quiero creer que lo prefiero? ¿Me parece que entregar este dinero al Estado es una forma de promover ese bien social? ¿Está este Estado en condiciones de aprovechar mi entrega o sólo le estoy haciendo el juego a gente en la que no confío? —y, de ahí en más, el patinazo a la politiquería. Pero, al mismo tiempo, otras más turbias: ¿qué pasa si no entrego esa plata? ¿Qué gano y qué pierdo? ¿La imagen que otros tienen de mí empeora? ¿La imagen que yo tengo de mí empeora? ¿Prefiero perder unos cientos o miles y quedarme tranquilo? ¿Si entrego esos cientos o miles me quedo tranquilo, me siento mejor? ¿Cuánto vale ese alivio? Y si no los entrego, ¿me van a descubrir? ¿Puede haber represalias? ¿Cuáles? ¿Cuándo? ¿Cuánto? Será un problema para los más ricos y más o menos ricos.
Después el problema simétrico se planteará a los que más o menos llegan a fin de mes. Cuando decidan si piden o no que les devuelvan el subsidio, estarán definiendo su lugar: ¿soy, entonces, un pobre? ¿Qué es un pobre? ¿Yo? ¿Soy alguien que tiene que pedir una limosna del Estado para sobrevivir? ¿Prefiero pensarme como tal o hacer un esfuerzo extra y pensarme como uno que consiguió depender de sí mismo? ¿Es un derecho, me corresponde? ¿Si les pido el subsidio les voy a estar debiendo algo? Yo podría arreglármelas sin eso, pero va a haber millones como yo que lo van a pedir igual, ¿voy a ser el único boludo? ¿Me lo merezco? ¿Qué me merezco, el subsidio o tener que pedirlo? ¿De verdad soy un pobre?
El ronroneo se va a oír en las calles porteñas: millones de personas pensando, inesperada, inopinadamente, qué son o, mejor, quiénes son. Pocas veces la política llega a provocar esos efectos: en general, intenta lo contrario -y lo consigue. Pero, por una vez, le sucedió: sería genial si se lo propusiera. Aunque entonces seguramente no lo lograría.