Ángeles caídos del kirchnerismo
*Por Gustavo Noriega. Hebe de Bonafini y Diego Maradona son los ángeles caídos del kirchnerismo. En la mitología cristiana, el ángel caído quiere ocupar un lugar que no le corresponde y es por eso castigado.
Hebe y Diego ocuparon un espacio distinto del que los senderos de sus vidas indicaban. Su reconversión fue determinada por el propio kirchnerismo, que esperaba revestirse de la luz que ellos emanaban. Las Madres de Plaza de Mayo con la misión de construir viviendas sociales y adhiriendo a cada acción del gobierno, y Maradona como director técnico de la selección nacional fueron ideas fuerza del oficialismo. Los aparentes desfalcos de Shocklender y los goles de Alemania dijeron basta. La caída no modifica el pasado: los pañuelos de las Madres seguirán siendo el símbolo de la más solitaria resistencia a la última dictadura y Maradona seguirá, en el inconsciente colectivo, gambeteando ingleses. Sin embargo, en el presente, los ángeles caídos pasaron en los actos oficiales de la fila uno a la diecisiete, de dirigir a la selección argentina a trabajar en Emiratos Arabes, de ser bandera nacional y popular a ser evitados públicamente.
Son muchas las cosas que unen a Diego y Hebe, no sólo su ostracismo actual, opuesto a la presencia constante en actos públicos en momentos más felices. Los dos sintieron desde siempre la libertad de opinar sonoramente, sin los límites que marca la responsabilidad ni la duda que genera contrastar las ideas contra la realidad. Sería ocioso aquí enumerar las adhesiones que expresó públicamente el diez de Villa Fiorito: desde Cavallo y Menem hasta Hugo Chávez y Fidel Castro. En un mundo cargado de códigos casi mafiosos, como es el del fútbol, Maradona se especializó en divulgar secretos personales como herramienta de disciplinamiento. Ya como técnico de la selección nacional, ante una crítica de un colega, lo conminó a rectificarse en un determinado lapso, bajo la amenaza de revelar un secreto íntimo relacionado con otro entrenador. El crítico se desdijo antes de la hora señalada. La sorpresa no fue tanto el singular apriete público sino la pasividad generalizada del periodismo deportivo, que no le dio demasiada importancia al hecho, más preocupado por el "doble cinco" que por la doble moral.
La misma dosis de permisividad acompañan las expresiones de Hebe, menos filosa y epigramática y más propensa al insulto franco y directo que Maradona. Su historial, desde el arribo de la democracia, es profuso: basta con recordar un cierto regocijo por los miles de muertos de las Torres Gemelas o un exabrupto xenófobo ante la muerte de un boliviano en una villa. El acto ante el Palacio de Justicia en septiembre de 2010 ha sido recordado tantas veces como olvidado: allí, entre varios epítetos, dijo sobre la Corte Suprema: "Son unos turros, cómplices de la dictadura. Si hay que tomar el Palacio de Tribunales, tomémoslo". Los posteriores elogios de Hebe a Oyarbide y aquella crítica al más alto tribunal podrían pensarse como la definición de un tipo de pensamiento sobre la justicia, pero lo cierto es que todo podría volver a cambiar: un tema tapa al anterior y su posición puede girar 180 grados sin demasiadas explicaciones. La agenda es todo.
Los dos tienen esa cualidad que el cine de Hollywood les pedía a sus estrellas: son más grandes que la vida misma. Hace poco, en estas páginas, Jorge Fernández Díaz contaba de su encuentro con Bonafini: "Me llamó la atención mi propia e involuntaria veneración hacia esa figura luminosa, y a la vez tan controversial". Estar cerca de Maradona, por otra parte, es sentir el peso de la historia, por menos consideración que uno tenga por el fútbol. Sus logros están más allá del alcance de cualquier persona normal. La valentía y perseverancia de Bonafini en las peores circunstancias imaginables y la habilidad sin límites de Maradona los convirtieron en personajes globales, referencias de la Argentina en cualquier parte del mundo.
Sin embargo, lejos del alcance de su aura, las opiniones y las acciones públicas de Hebe y Diego deben ser puestas en consideración como las de cualquier otro ciudadano. El kirchnerismo utilizó a su favor la intangibilidad de la que ambos personajes gozaban para intentar contagiarse de su blindaje emocional. El contrapunto que se generalizó cuando salieron a la luz las increíbles propiedades de Sergio Shocklender -obtenidas mientras la fundación de la cual era apoderado recibía fondos estatales- tenía dos instancias. En la primera, los opositores al Gobierno que tocaban el tema incluían invariablemente un párrafo en el cual reconocían el valor de Hebe Bonafini y la lucha de las Madres de Plaza de Mayo durante la dictadura y en años de democracia buscando justicia. Ninguno de ellos utilizó las dudas sobre el funcionamiento de Sueños compartidos para aplicarlas retrospectivamente en el reclamo de los derechos humanos.
Sin embargo, sentían culposamente la necesidad de aclarar una y otra vez la distinción entre una actividad y la otra. La respuesta de los periodistas militantes, adherentes al Gobierno, entendía que cualquier consideración sobre el episodio era un ataque a la política del Gobierno en esa materia. "Vienen por los pañuelos", fue la consigna melodramática utilizada, lo que venía a decir, resumidamente, que el símbolo de las Madres era un paraguas protector que no había que intentar traspasar.
Más frívolamente, la figura de Diego Maradona pretendió ser la bandera del Gobierno en el Mundial 2010. Su presencia en la presentación en el Fútbol para Todos y su llegada natural a lo más alto del poder (junto con Marcelo Tinelli y algunos mandatarios extranjeros, fue de los pocos que llegaron a Cristina durante las exequias de Néstor Kirchner) lo constituían en un ministro natural del Gobierno. La falta de antecedentes destacables como entrenador no hicieron mella en la decisión: como rehenes de aquel gol contra los ingleses en el Mundial de México, los argentinos teníamos que ir a la máxima competencia probando las bondades de un inexperto y emocionalmente inestable conductor del equipo nacional. La apuesta oficial por Maradona continuó hasta unos días después de la debacle en Sudáfrica, mientras se testeaba el humor social. Hasta Juan Cabandié, como diputado de la ciudad de Buenos Aires, propuso que se levantara una estatua a Diego. No fue tomado demasiado en serio.
Hoy, el fútbol argentino atraviesa varios terremotos, uno de los cuales deriva de comenzar a vivir la era pos-Maradona. El duelo es interminable, pero la pésima experiencia del último Mundial sirvió como comienzo de su desenlace: nadie lo piensa a Maradona ya como entrenador y sus declaraciones cargadas de rencor son tomadas con menos dramatismo. El caso Bonafini es más complejo: se trata de una causa judicial de destino incierto. En todo caso, más allá de su destino personal o el de su ex protegido Sergio Shocklender, la que queda malherida es la costumbre oficial de utilizar el prestigio de la lucha por los derechos humanos para casi cualquier emprendimiento, desde transmitir partidos de fútbol hasta la construcción de viviendas sociales.
La sacralización de Hebe y Diego ha tenido dos víctimas fundamentales: ellos dos. La utilización política de sus prestigios personales, construidos con legitimidad, los ha dañado extraordinariamente. No menos dañino para la sociedad ha sido el corset impuesto por sus partidarios para analizar sus acciones: a cada mirada crítica se le oponían íconos de la vida argentina, como la del diez alzando la máxima copa futbolera o los impolutos pañuelos. Una sociedad más crítica, más alerta, menos cristalizada en el pasado y más libre nos hubiera protegido de estos desplazamientos de funciones: también los hubiera protegido a ellos. Ser libres es poder discutir de igual a igual las ideas y las acciones de cualquier ciudadano. De ninguna otra cosa se trata la democracia.