Al poder no parece importarle la vida
*Por Roberto Gargarella. La tragedia de Once y el espionaje sobre militantes sociales muestran de manera descarnada los modos que elige el Gobierno...
... para eludir sus responsabilidades jurídicas, políticas y morales, en situaciones de extrema gravedad institucional.
Dos acontecimientos recientes – los más significativos de este nuevo período de gobierno- resultan, en su grave opacidad , especialmente iluminadores para pensar el presente. Me refiero al hecho de que, desde dependencias del Ministerio de Seguridad se estuviera ejerciendo espionaje sobre militantes sociales ; y a la imperdonable tragedia de la estación Once.
Quisiera reunir ambos hechos porque entiendo que, así sumados, ellos nos permiten reflexionar mejor sobre los modos en que se enlazan las responsabilidades jurídica, política y moral del Gobierno, en situaciones de extrema gravedad institucional . Me detengo entonces, brevemente, sobre cada una de tales variables. Ante todo, y desde el punto de vista jurídico, resulta claro que tanto en el caso de la estación Once como en el del espionaje sobre militantes sociales, se violaron derechos sociales y políticos fundamentales, vinculados con la más básica dignidad humana.
Y es claro también que en ambos casos se produjeron faltas serias en cuanto a los deberes jurídicos que los funcionarios públicos debían cumplir : en ninguno de los dos casos el poder mostró interés alguno por atender las múltiples llamadas de alarma que recibiera, y que le hubieran permitido evitar la violación masiva de derechos, luego ocurridas.
Su responsabilidad jurídica resulta, por ello mismo, descomunal.
Desde el punto de vista político, mientras tanto, el poder actuó en ambos casos como ha solido hacerlo, en estos años, frente a situaciones difíciles. Esto es decir que trabajó para el ocultamiento, apostando al olvido . Tan terrible respuesta, por lo demás, no fue sorpresiva. Es exactamente la misma que dio luego de la muerte y humillación a la que sometió a los indígenas Qom; la misma que empleó ante las muertes provocadas por su policía en el Parque Indoamericano; la misma que adoptó, una y otra vez, frente a las represión de quienes se manifestaban contra la megaminería.
Al poder (que en estos casos, como en otros, vincula a parte del poder político con parte del poder económico), no parece interesarle la vida ni la integridad de nadie: lo único que busca, ante la tragedia que provoca, es quitar el tema de la agenda del día . Por eso se enoja frente a quienes lo interrumpen con recuerdos molestos, por eso se enfurece frente a quienes osan, siquiera, preguntarle algo.
El punto más doloroso, en toda esta escena, fue la pretensión presidencial de someter la responsabilidad política a la jurídica, convirtiendo a la primera en dependiente de los resultados de la segunda. El poder sabe bien que no le corresponde a los jueces marcarle los contenidos de su irrenunciable responsabilidad política. Por ello mismo, debió definir de modo contundente los límites de lo impermisible – las líneas que jamás, en democracia, pueden transgredirse- en lugar de buscar excusas destinadas a ocultar los límites ya transgredidos.
Desde el punto de vista moral, es decir, tomando la perspectiva de cómo nos tratamos los unos a los otros, los casos en cuestión nos remiten a los modos en que el poder (político, económico) agrede, cotidianamente, a los trabajadores, a los humillados y ofendidos, a los que no se someten disciplinadamente – como claque de aplaudidores- a sus designios .
Al poder no le interesó nunca hacer nada para evitar las reiteradas agresiones recibidas por los militantes de izquierda. Así, hasta que la muerte de Mariano Ferreyra tornó inocultable la violencia que había venido ejerciendo contra ellos (casos Hospital Francés, subtes, Kraft, entre tantos otros).
Del mismo modo, al poder no le interesó nunca repudiar a viva voz los informes de "inteligencia" generados desde Gendarmería.
Muy por el contrario, usó de modo corriente esos mismos informes para promover el enjuiciamiento y embargo de militantes sociales (casos Ripoll o Pitrola). Lo ocurrido con la tragedia del Once ratifica esa misma lógica, expresada en miles de trabajadores pobres, obligados a hacer colas patibularias para viajar luego en trenes de infierno.
Ese completo desinterés por el otro explica que se hayan desoído miles de informes que anunciaban lo que poco después sobrevendría. Sólo así se explican, por lo demás, las palabras distantes y cínicas, primero; o la ovación y las risas, luego, cuando el Secretario de Transporte dejaba su cargo: o incluso lo inverosímil, como que hoy, luego de la masacre, las condiciones en las que viajan los pobres sean tan degradantes como las de entonces.
La buena noticia para el poder es que todo indica que sorteará una vez más su responsabilidad jurídica.
Más aún, es muy posible que, apoyado en un entrenamiento de años, eluda también su responsabilidad política inmediata.
La mala noticia, en todo caso, es que será muy difícil, para cualquiera de nosotros, olvidar a los familiares de las víctimas y a los abusados , olvidar los gritos de "maldita impunidad" marcando a fuego la indeleble responsabilidad moral del Gobierno.
Dos acontecimientos recientes – los más significativos de este nuevo período de gobierno- resultan, en su grave opacidad , especialmente iluminadores para pensar el presente. Me refiero al hecho de que, desde dependencias del Ministerio de Seguridad se estuviera ejerciendo espionaje sobre militantes sociales ; y a la imperdonable tragedia de la estación Once.
Quisiera reunir ambos hechos porque entiendo que, así sumados, ellos nos permiten reflexionar mejor sobre los modos en que se enlazan las responsabilidades jurídica, política y moral del Gobierno, en situaciones de extrema gravedad institucional . Me detengo entonces, brevemente, sobre cada una de tales variables. Ante todo, y desde el punto de vista jurídico, resulta claro que tanto en el caso de la estación Once como en el del espionaje sobre militantes sociales, se violaron derechos sociales y políticos fundamentales, vinculados con la más básica dignidad humana.
Y es claro también que en ambos casos se produjeron faltas serias en cuanto a los deberes jurídicos que los funcionarios públicos debían cumplir : en ninguno de los dos casos el poder mostró interés alguno por atender las múltiples llamadas de alarma que recibiera, y que le hubieran permitido evitar la violación masiva de derechos, luego ocurridas.
Su responsabilidad jurídica resulta, por ello mismo, descomunal.
Desde el punto de vista político, mientras tanto, el poder actuó en ambos casos como ha solido hacerlo, en estos años, frente a situaciones difíciles. Esto es decir que trabajó para el ocultamiento, apostando al olvido . Tan terrible respuesta, por lo demás, no fue sorpresiva. Es exactamente la misma que dio luego de la muerte y humillación a la que sometió a los indígenas Qom; la misma que empleó ante las muertes provocadas por su policía en el Parque Indoamericano; la misma que adoptó, una y otra vez, frente a las represión de quienes se manifestaban contra la megaminería.
Al poder (que en estos casos, como en otros, vincula a parte del poder político con parte del poder económico), no parece interesarle la vida ni la integridad de nadie: lo único que busca, ante la tragedia que provoca, es quitar el tema de la agenda del día . Por eso se enoja frente a quienes lo interrumpen con recuerdos molestos, por eso se enfurece frente a quienes osan, siquiera, preguntarle algo.
El punto más doloroso, en toda esta escena, fue la pretensión presidencial de someter la responsabilidad política a la jurídica, convirtiendo a la primera en dependiente de los resultados de la segunda. El poder sabe bien que no le corresponde a los jueces marcarle los contenidos de su irrenunciable responsabilidad política. Por ello mismo, debió definir de modo contundente los límites de lo impermisible – las líneas que jamás, en democracia, pueden transgredirse- en lugar de buscar excusas destinadas a ocultar los límites ya transgredidos.
Desde el punto de vista moral, es decir, tomando la perspectiva de cómo nos tratamos los unos a los otros, los casos en cuestión nos remiten a los modos en que el poder (político, económico) agrede, cotidianamente, a los trabajadores, a los humillados y ofendidos, a los que no se someten disciplinadamente – como claque de aplaudidores- a sus designios .
Al poder no le interesó nunca hacer nada para evitar las reiteradas agresiones recibidas por los militantes de izquierda. Así, hasta que la muerte de Mariano Ferreyra tornó inocultable la violencia que había venido ejerciendo contra ellos (casos Hospital Francés, subtes, Kraft, entre tantos otros).
Del mismo modo, al poder no le interesó nunca repudiar a viva voz los informes de "inteligencia" generados desde Gendarmería.
Muy por el contrario, usó de modo corriente esos mismos informes para promover el enjuiciamiento y embargo de militantes sociales (casos Ripoll o Pitrola). Lo ocurrido con la tragedia del Once ratifica esa misma lógica, expresada en miles de trabajadores pobres, obligados a hacer colas patibularias para viajar luego en trenes de infierno.
Ese completo desinterés por el otro explica que se hayan desoído miles de informes que anunciaban lo que poco después sobrevendría. Sólo así se explican, por lo demás, las palabras distantes y cínicas, primero; o la ovación y las risas, luego, cuando el Secretario de Transporte dejaba su cargo: o incluso lo inverosímil, como que hoy, luego de la masacre, las condiciones en las que viajan los pobres sean tan degradantes como las de entonces.
La buena noticia para el poder es que todo indica que sorteará una vez más su responsabilidad jurídica.
Más aún, es muy posible que, apoyado en un entrenamiento de años, eluda también su responsabilidad política inmediata.
La mala noticia, en todo caso, es que será muy difícil, para cualquiera de nosotros, olvidar a los familiares de las víctimas y a los abusados , olvidar los gritos de "maldita impunidad" marcando a fuego la indeleble responsabilidad moral del Gobierno.