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¿A quién le sirve el “no-debate”?

Por Saúl Feldman. Un espectáculo aburridísimo de una democracia preocupada más por el orden que por la expresión.

Había pocas expectativas de que el debate presidencial lograse romper el corset de reglas que la Cámara Nacional Electoral le había fijado a su dinámica reglamentando la Ley 27337 del año 2016. Corset que lo condenaba a no ser más que un “no-debate”. Se esperaba una exposición de cada candidato, ya seguramente conocida en su contenido, con casi nulo intercambio entre los participantes. Un espectáculo aburridísimo de una democracia preocupada más por el orden que por la expresión, democracia temerosa de estridencias y agresiones que reflejasen tensiones de todo tipo que atraviesan a una sociedad herida y contenida en su explosión. Un debate que poco podría agregar a aquellos espectadores que esperaban ver lucirse a su candidato o a aquellos, seguramente casi inexistentes a esta altura de los acontecimientos, que esperaban terminar por tomar una decisión electoral. 

El antecedente del aburridísimo “debate” que se había realizado hacia algunos días por la primera magistratura de CABA, bajo las mismas reglas, así lo presagiaba.  Sin embargo, era difícil permanecer ausente de un acontecimiento televisivo que aunque pintaba poco atrayente está ligado a un casi seguro cambio de gobierno, gobierno que terminó por implosionar después del 11 de agosto, en medio de una crisis económica y social de magnitudes con pocos precedentes y un contenido grito de cambio. Era difícil estar ausente de un posible enfrentamiento entre un presidente, Macri, prácticamente derrotado, que se desliza por una pendiente cada vez más pronunciada aunque grita agónicamente que “si, se puede” dar vuelta el fin casi seguro, y un candidato, Alberto Fernández, que se perfila como casi seguro ganador. Un alrededor de 31% de rating total, similar al de un partido de la selección,  señalaban esta tensión entre la expectativa negativa que se vio finalmente vencida por el deseo de ver golpeado al adversario en un ejercicio de espectáculo democrático.

Los debates presidenciales constituyen un espectáculo televisivo, nacido en EEUU, en el año 60 del siglo pasado, solo unos doce años después que surgieran las transmisiones televisivas masivas en ese país. Las reglas del espectáculo televisivo con una fuerte carga de imágenes personales en primer plano y en plano medio y el conflicto narrativo como esencias lo atraviesan. Todo lo que la limite en esa lógica se convierte en anti-espectáculo televisivo. Se atribuye al sudor en la cara de Nixon y a su alicaída presencia frente a un Kennedy  que aparecía como apuesto, joven y tranquilo, la razón de su derrota. Una hipótesis, en realidad. Lo que sí es seguro que la democracia “americana” había logrado conformar un formato novedoso para mostrar que los medios, y la televisión como el más progresivo de ellos, funcionaban como un apéndice insustituible integrado al sistema político y el periodismo como un mediador necesario, el cuarto poder, que hacía que el sistema funcione. De ahí en más el formato se expandió por el mundo y se consideraba un éxito cuando un “ganador” se perfilaba a partir de una feliz estocada infligida a su contrincante. El debate era tal si el intercambio tenso a través del argumento sagaz, la ironía y la descolocación del contrincante se producían.

Con un esquema de “no debate” en que se reprime de antemano cualquier confrontación de ideas y de estilos, de personalidades y de actitudes futuras posibles de ser imaginadas de los participantes por los espectadores, el “ganador” que se requiere al final del “debate” resulta ser el miedo al debate. En esa lógica, la democracia como espectáculo se ve reducida al disciplinamiento. Y el temor a la confrontación de proyectos y personalidades se convierte en su síntoma más claro. El “gran” éxito de un contendiente es haber sabido administrar el tiempo disponible para hablar y culminar sus palabras en el mismo momento que el espectador visualiza el cronómetro y puede comprobar la “habilidad” del candidato. Y, para subrayar la importancia de este acto recibe la “felicitación” y el aliento del periodista que “coordina” el “debate”. A eso se ha reducido la dinámica. La metáfora del valor del candidato a presidente y del debate mismo.

Y entonces se necesitan lectores especialistas que buceen en las profundidades de las intervenciones discursivas e intérpretes de gestos, se necesitan traductores a la población masiva para que evalúen la performance de cada uno. El espectáculo ha perdido transparencia democrática. Y, entonces, el rol del periodista político que se tiene que sostener como articulador interpretativo de la coherencia entre espacios de la realidad social, económica, cultural, etc. y de los proyectos expuestos por los candidatos, pasa a ser el rol de un descifrador de un espectáculo fallido.

El ganador de un “no-debate” es aquel que logra convertirlo en debate. Restituyéndole a la presentación el carácter de espectáculo televisivo democrático. Aquel que haciendo eso logra transmitir sus ideas y proyectos dejando en falta al contrincante, que es claramente su opuesto. Es decir, aquel que logra romper el corset del sistema de reglas instituido que marca el aislamiento y el discurso solipsista de los candidatos. Es aquel que, en esta tremenda situación crítica del país, muestra la capacidad de establecer reglas que respetan la esencia de aquello que hace a las expectativas y necesidades de la gente, el ver un debate,  restituyendo la esencia a las cosas que están siendo limitadas en esas circunstancias. Alguien capaz de liderar, de dirigir. De poner orden en las cosas.

En este caso, la actitud persistente de Alberto Fernández de dirigirse al contrincante como “Ud., Presidente”, de romper el aislamiento impuesto por las reglas, es una forma de señalar la responsabilidad de aquel en lo que está aconteciendo en el país, el lugar de Presidente que realmente no ocupa, hablarle a él, interpelarlo personalmente, y en esa circunstancia señalar con su dedo a quien se dirige, marcándole sus falencias, recriminándole los datos erróneos que aporta, su desconocimiento del país que supuestamente administra. No agresividad gratuita. Si firmeza y conocimiento. No chicanas sin fundamento. Esas son formas de darle cuerpo a un debate. Y en esa actitud construye simbólicamente su autoridad, su estatura de dirigente político, su solvencia y su desempeño como posible futuro presidente.

El no-debate es un escenario cómodo, obviamente, para aquel que gestiona y que no tiene casi nada positivo para mostrar en una realidad descalabrada, es decir Macri, y es, en consecuencia, vulnerable ante cualquier confrontación.

De alguna manera, lo que surgió del no-debate presidencial es la necesidad de restituir a esa contienda el sentido de espectáculo democrático televisivo, respetando las reglas democráticas y las reglas del medio. Y también un rol distinto para los periodistas. De todos modos, se pudo vislumbrar que estamos en camino de eso. A pesar de los corsets y dispositivos disciplinarios que se organizan. Y es bueno que eso provenga del seno del panel de contendientes que tienen por fin hacerse cargo de las expectativas de la gente respecto de sus vidas y del país en general.

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