Sociedad
87 años de la muerte de Carlos Gardel | El extraño trayecto del cadáver: 45 días, 5 países y un ataúd que viajó en mula, carreta, tren y barco
Su muerte produjo una congoja popular inédita. Pero su cuerpo fu enterrado en Medellín. El regreso no fue rápido ni sencillo. El viaje tuvo un recorrido demencial y episodios dantescos.
Carlos Gardel murió lejos de Buenos Aires. En medio de la conmoción por la noticia, por la trágica pérdida, una vez que su cuerpo calcinado fue rescatado del revoltijo de fierros y asientos quemados del avión, fue velado en Medellín. Esa noche surgió el primer inconveniente, el que auguraba, el ajetreado camino que debería surcar el cuerpo del cantor. Un grupo de masones se presentó de madrugada e intentó llevarse el ataúd alegando que Gardel era de su cofradía. El dueño de la casa velatoria logró resistir e impedir el robo del cadáver. A la mañana siguiente fue enterrado en el cementerio de San Pedro de Medellín.
La noticia, como sucedía en esos tiempos, caminó con lentitud hacia Buenos Aires. Pero cuando llegó a la ciudad se dispersó con una velocidad única. Los porteños quedaron abatidos. Un genuino luto colectivo.
Las especulaciones sobre qué sucedería con su cuerpo se multiplicaron en los días siguientes mientras los diarios, aún aquellos que nunca imaginaron poner en tapa a alguien del mundo del espectáculo (y menos del tango), llenaban páginas con lo que se iba conociendo del accidente, con repasos por los éxitos de la carrera del Zorzal Criollo y con las muestras de congoja alrededor del mundo (fundamental para alimentar el herido orgullo nacional).
A los cuatro días de la muerte, antes de que terminara junio, un pequeño suelto conmovió los cimientos de nuestro chauvinismo. El gobierno uruguayo, a través de su presidente, había reclamado oficialmente a la municipalidad de Medellín los restos de Carlos Gardel. La indignación se manifestaba a través de editoriales, columnistas y entrevistas a celebridades. Gardel era nuestro y debía descansar acá. Noticias Gráficas y Crítica se pusieron a la cabeza de la campaña. El único que podía solucionar la cuestión de manera real, más allá de las tratativas de los funcionarios, era Enrique Defino, el representante de Gardel. Pero el hombre, cómo se comprenderá, estaba ocupado con otros asuntos más urgentes (contener a Berta, la madre de Gardel, recoger las regalías que habían quedado pendientes y resolver un pequeño entuerto: no encontraba el dinero que Gardel había ganado en su gira final por todo el continente aunque sospechaba que Le Pera lo había depositado en su cuenta por una cuestión de comodidad para después repartirlo, pero la viuda del letrista no sabía nada del tema). Las palabras tranquilizadoras llegaron de Berta: “Mi hijo debe ser enterrado en Buenos Aires, él hubiera querido descansar allí”. Y el clásico rioplatense se inclinó para nuestro lado. Se festejó como un triunfo. Y, algunos hasta creyeron que vengaba las derrotas en las dos finales futbolísticas, la olímpica de 1928 y la del primer Mundial en 1930.
Pero nada era tan sencillo. En Colombia una ley determinaba que tenían que pasar cuatro años para poder exhumar un cuerpo. Defino viajó a conseguir un permiso especial mientras el gobierno de Justo hacía lo suyo por vía diplomática para lograr una excepción. Las tratativas formales recién se pusieron en marcha en diciembre de 1935 a casi seis meses del deceso. El representante del cantante fue consiguiendo los distintos permisos subiendo en la escala burocrática hasta llegar al alcalde de Medellín.
El 17 de diciembre comenzó el regreso de Gardel a Buenos Aires. Lo que sigue es una travesía insólita y morosa que recién finalizaría el 5 de febrero de 1936 en el puerto de Buenos Aires. El cadáver del mayor ídolo popular argentino de la primera mitad del Siglo XX (luego llegaría Maradona, claro) viajó en tren, avión, camión, mula, sobre los hombros de personas, carreta y barco. Y pasó por cinco países hasta poder descansar en su ciudad. En el medio hubo discusiones, intentos por abrir el ataúd, accidentes, varios velatorios y homenajes múltiples.
De Medellín partió hacia Bogotá en el tren de Cauca. En medio de la noche hubo transbordo a una especie de camión, no queda claro si eso estaba estipulado o se debió a un desperfecto mecánico. El camino montañoso, la falta de rutas y el vehículo desvencijado complicaban más la situación. Pasando Valparaíso, el paso estaba inutilizado por unos desprendimientos. Una vez más hubo que cambiar. El féretro fue puesto sobre unas mulas que avanzaron con lentitud por los ripios y precipicios. La procesión tardó más de un día en recorrer esos peligrosos 20 kilómetros. El cerro Caramanta con sus 2400 metros de altura fue un obstáculo difícil. Allí se perdió parte del equipaje y en varias ocasiones tuvieron que parar para asegurar el cajón que llevaba a la gloria nacional porque parecía que iba a desprenderse y caer por la ladera. Hasta hubo tramos en que las mulas no pasaban con su carga célebre por lo que los hombres debieron cargar el ataúd en sus espaldas para atravesar los senderos estrechos. En Stupía, los lugareños pidieron que la comitiva se detuviera ya que querían honrar, según sus palabras, al tanguista. Superado ese tramo, de nuevo, un camión enclenque. Casi 140 lentos kilómetros hasta Pereira. Se detuvieron en varios pueblos a pedido –por exigencia– de los lugareños que deseaban saludar por última vez al Zorzal. En uno de ellos hasta le habían preparado una capilla ardiente. Porque no se debe olvidar que en Colombia Gardel era un enorme ídolo popular. Allí, como en Argentina, también era Gardel.
Después vinieron otros 200 kilómetros hasta el puerto de Buenaventura por tren. La comitiva llegó a embarcar justo antes del cambio de año. Desde Medellín hasta llegar al Pacífico habían tardado once días. Embarcaron hacia Panamá, la siguiente etapa. Para el cruce del Canal debían cambiar de barco. Ese los llevaría a Nueva York. Pero durante el trasbordo tuvieron un problema. En Panamá, para dejarlos pasar, exigían que abrieran el cajón. Las autoridades aduaneras querían comprobar que esa extraña delegación que hacía semanas acarreaba un cadáver y que cada día que pasaba estaba más lejos de su destino no estuviera contrabandeando nada dentro del féretro. Tardaron en convencer a los oficiales panameños pero lograron embarcar en el vapor que los llevó, sin contratiempos, hasta Nueva York.
Allí fue velado durante siete días hasta que por fin embarcaron hacia Buenos Aires. Un nuevo inconveniente: Defino había sacado un camarote para el féretro pero el capitán se opuso de manera terminante y Gardel debió viajar en la bodega. Hubo una detención breve en Río de Janeiro y otra en Montevideo. En la capital uruguaya armaron una capilla ardiente en la zona de la aduana.
El 5 de febrero de 1936, con la llegada a Buenos Aires, se produjo el final de esa especie de involuntaria gira de despedida. Cincuenta y un días y 18.000 kilómetros después.
Una multitud esperaba en el puerto, en la Dársena Norte. Vieron como una pluma hacía descender del barco el ataúd ante un silencio litúrgico. Después hubo un cambio de féretro: Razzano había comprado el mejor del mercado, uno imperial.
Del puerto al Luna Park. El cajón fue colocado en medio del ring. Hubo algunos discursos y decenas de miles de personas que pasaron a saludar al ídolo por última vez. A la mañana siguiente en la partida al cementerio se produjeron incidentes. Una buena parte del público intentó tomar el cajón y llevarlo a pulso hasta el cementerio. Al final la organización se impuso y fue llevado por un carruaje con seis caballos. Pero a paso de hombre por la multitud que cubría Corrientes, que todavía era angosta. El cortejo atravesó Corrientes de punta a punta. Del Luna Park a Chacarita. El recorrido llevó casi cuatro horas. En las esquinas y desde los balcones, la gente arrojaba flores ante el paso de los restos de su ídolo.
En Tras los Dientes del Perro, su muy divertido libro de memorias, Helvio Botana afirma que el entierro de Gardel y su organización fue una maniobra maquiavélica pergeñada entre el presidente Justo y su padre, Natalio Botana, dueño y director del diario Crítica, el de mayor tirada en la época, para tapar el escándalo de los frigoríficos ingleses, la investigación de Lisandro de La Torre y el asesinato del senador Bordabehere en pleno recinto.
Esto escribió Helvio en su libro: “Fue así que a ocultas, sabia y tenazmente, aceleraron el culto a Gardel y desviaron la mirada de la opinión pública. El estado puso su parte, Crítica lo suyo. Se demoró exprofeso la vuelta de sus restos durante seis meses, buscando que la apoteosis tapara lo que por razones de estado se debía olvidar”, escribió Botana.
Pero la versión de Botana tiene algunas falencias (pese a eso es repetida como verdad revelada en cientos de notas periodísticas). Esto, de ninguna manera, significa que el magnate periodístico y el presidente no hayan querido aprovechar la situación. Pero el asesinato del senador nacido en Uruguay (¿como Gardel?) fue un mes posterior a la muerte del cantor, cuando Gardel ya había sido santificado por la gente. El dolor popular, la automática conversión en mito, ya se habían desarrollado sin ayuda de nadie. Son fenómenos que se producen rara vez y son imposibles de generar (algo similar sucede con el argumento de la utilización política de los festejos callejeros del Mundial 78). Es más, esas movilizaciones enormes y espontáneas, ese pesar colectivo, esa preocupación casi exclusiva por un tema, no se pueden fabricar. En caso de que fuera posible, la pregunta es por qué esos regímenes no recrearon situaciones similares, por qué no pudieron replicar estos fenómenos.
Otro elemento que indica que conseguir sacar los restos de Gardel de Colombia fue muy arduo es que ni el gobierno argentino ni Defino consiguieron repatriar en ese momento al resto de los fallecidos: los cuerpos de Barbieri, Le Pera, Riverol y Corpo llegaron un año y medio después.
Pero el dolor, el amor y la idolatría (a partir del momento de su muerte y por casi medio siglo Gardel, su imagen, se convirtió en estampita y en una presencia habitual, algo ineludible, un lugar común, de cada casa y de cada comercio argentino) no fueron unánimes. A los tres días de su muerte una voz fuerte se hizo escuchar. Monseñor Gustavo Franceschi, importante hombre de la iglesia y director de la revista Criterio, principal medio masivo de la derecha eclesiástica, atacó con dureza la figura y el legado del cantor.
“Como cantante divulgó con preferencia las peores canciones, las de letra más humillante, las que menos ennoblecen; y, no satisfecho con la obra que realizó entre nosotros en ese perjudicial sentido, las difundió en el extranjero como el mejor producto del arte argentino. ¡Y luego sus películas (…)! A través de las cintas de Gardel, la idiosincrasia nacional se concreta en delincuentes, orilleros y mujerzuelas”.
Pero Monseñor, que había ganado notoriedad un par de años antes con la celebración del Congreso Eucarístico, no se contentó con este ataque. En sus ratos libres también oficiaba de crítico de cine. Esto escribió sobre Cuesta Abajo, la última película de Carlos Gardel: “1°, un abúlico, 2°, un explotador de mujeres, 3°, un imbécil que gira por los cafetines exclamando ¡yo pago, soy criollo!, 4° y 5°, dos individuos cubiertos con el uniforme de oficiales de nuestra marina de guerra que andan abrazando a prostitutas en el mostrador de los bares de cuarta categoría de New York. Por lo que toca al otro sexo, sacando a una muchacha medio lela, todas las demás, sin excepción, son damas de vida ‘airada’. Eso se llama ‘Cuesta abajo’”.
Parece que no le gustó demasiado.
Cuando, por fin, llegó el cuerpo en el momento de las exequias, Franceschini volvió a la carga: “Eran de ver los alrededores del Luna Park hacia las diez de la noche, gandules de pañuelito al cuello dirigiendo piropos apestosos a las mujeres; féminas que se habían embadurnado la cara con harina y los labios con almagre; compadres de cintura quebrada y sonrisa cachadora; buenas madres persuadidas de la grandeza del héroe, que llevaban a sus hijos a besar el ataúd”.
Su queja final fue por la música del entierro. Le parecía inconcebible que los jóvenes, mientras la procesión se dirigía a Chacarita, cantaran el himno nacional y que los mezclaran con tangos de moda.
Pero hay que reconocerle al monseñor una virtud: se dio cuenta antes que nadie que Gardel había empezado a ser competencia. Que a partir de ese momento en la mayoría de las casas habría un nuevo altar: el del Morocho del Abasto.
* Este texto integra Argentina Bizarra, libro de Matías Bauso. Extraído de Infobae.
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