¡Arde Tele!
25 de julio de 1985: el día que el mundo se enteró que Rock Hudson tenía SIDA
El ocaso de una estrella, el tabú de la homosexualidad. El triste final de un galán hollywoodense que se deterioró por la cruda enfermedad. La conmoción de la opinión pública.
Extraído de Infobae
Cuatro días antes, el 21 de julio de 1985, se desplomó en medio del lobby de un hotel de lujo parisino. Varios hombres corrieron a asistirlo. Era un hombre alto, con el rostro ajado, la mirada vencida y muy flaco. Lo dieron vuelta con cuidado. Temían lastimarlo aún más.
Todo en ese hombre parecía frágil. Un junco añoso a punto de quebrarse. De a poco pareció recuperarse. La respiración tenue se fue regularizando. Si algo llamaba la atención de su estado era la falta de energía. En ese momento era la persona con menos fuerza de la historia. Uno de los empleados del hotel que corrió a asistirlo le preguntó a otro que estaba a su lado mientras esperaban la llegada del médico: “¿Sabés quién es?”. No hubo respuesta. Sólo una negación con un lento movimiento de cabeza.
Se hacía difícil reconocerlo. El deterioro era muy marcado. Había perdido decenas de kilos y los rasgos de su cara se habían hundido; hasta parecía que se había difuminado su mandíbula cuadrada.
Minutos después, una ambulancia trasladaba a Rock Hudson, la estrella de Hollywood, al American Hospital de París.
Los medios se enteraron y comenzaron las presiones para que se emitiera un comunicado sobre la salud del actor.
Su última aparición pública había sido una semana antes. Había filmado con su antigua compañera y amiga, Doris Day, unos avances para el programa que ella estaba por lanzar para una cadena de cable. Al llegar al rodaje, la imagen de Hudson impactó a todos. Doris Day hizo como si nada pasara. Lo cobijó, no hizo preguntas e intentó que él estuviera lo más cómodo posible. Entendió el esfuerzo que su amigo estaba haciendo para acompañarla. El círculo íntimo de Rock Hudson le había aconsejado que no se presentara. Pero él insistió en que debía cumplir con la palabra empeñada. Estaba extremadamente flaco, le costaba caminar y su discurso de a ratos se sumía en la confusión.
De allí partió a París. Los médicos no aconsejaban el viaje; temían que no lo soportara. Él dio la excusa de un festival de cine pero en realidad se dirigía al Instituto Pasteur. Iba en busca de una droga experimental para intentar mejorar su salud. Las noticias (o los rumores) sobre el HPA-23 eran alentadoras. Era casi la única excusa que se tenía para ser optimista. Se decía que los pacientes progresaban. Hudson fue en busca de ese tratamiento. Pero el colapso en el hotel cambió los planes.
Excepto tres o cuatro personas muy cercanas a él, el resto no sabía la verdad. Podían sospecharlo pero Rock no les había revelado el diagnóstico que había recibido una año antes.
En mayo de 1984, algunos malestares y una mancha en el cuello lo llevaron al médico. No se preocupó demasiado. Supuso que para solucionarlo sólo debía dejar ciertos malos hábitos. El exceso de bebida y los desarreglos alimenticios. A principio de la década lo habían operado del corazón. El médico realizó la biopsia sin adelantar ningún presunto diagnóstico. Pero en los últimos meses esa imagen, esa mancha había pasado demasiadas veces delante de sus ojos.
El resultado lo recibió el 4 de mayo de 1984: Sarcoma de Kaposi. Rock Hudson tenía Sida. A partir de ese momento, el actor encaró todos los (escasos) tratamientos en ese tiempo. Así fue cómo se enteró de la posibilidad del HPA-23 en París.
Henry Willson, el cruel representante de artistas, cuya imagen actualizó la serie Hollywood, ayudó a consagrar a más de una decena de galanes. Todos respondían a un patrón. Físico portentoso, rostro fresco y ningún talento para la actuación. Tanto fue el suceso de Willson en imponer a sus actores y tan parecidos eran todos entre sí que instaló una nueva categoría de galán en Hollywood: los Beefcake. Actores que aprovechaban cada oportunidad que tenían para mostrar su torso, musculosos y bronceados que se peleaban por las portadas de las revistas con las mujeres: ya no sólo ellas aparecían en traje de baño.
Había otras características que hermanaba a los actores de la escudería Willson: a todos les costaba decir una línea de diálogo con fluidez y ninguno conservaba su nombre de origen. Willson tenía un talento especial para bautizar a sus representados. Ellos no podían participar de la elección de su nombre artístico. Esa era una exclusiva facultad de Henry. Los elegía sonoros, contundentes y con algo de misterio. Todo un talento
Pero el actor de Willson que más lejos llegó fue Rock Hudson. A él, como a los demás, le eligió el nombre, lo mandó al gimnasio, le cambió los dientes y hasta le hizo destruir sus cuerdas vocales para que después tuviera una nueva voz. Hudson no tenía la menor habilidad actoral. En su primera película sólo tenía una frase que tuvo que ser reescrita una decena de veces para que el actor pudiera por fin decirla con cierta fluidez. Pero su carrera fue creciendo.
“Sólo dos veces en mi vida pedí a los aspirantes que ingresaban a mi oficina que leyeran alguna página de un guión para mí. Ambas lecturas fueron desastrosas. Realmente horribles. Ninguno de los dos tenía el menor talento. Nada. Pero ambos poseían algo más. algo intangible que podemos llamar Sex appeal. Ellos dos eran Rock Hudson y Lana Turner”, solía jactarse Henry Willson.
Roy Harold Scherer Jr. era un joven camionero de Illinois. Soñaba como tantos chicos en triunfar en el cine. El día que entró a la oficina de Willson su vida cambió para siempre Cuando salió de ella ni siquiera conservaba su nombre. Desde ese momento sería Rock Hudson.
Luego de actuar en Sublime Obsesión y Escrito en el Viento, Hudson se convirtió en una estrella. Cuando estaba a punto de comenzar el rodaje de Gigante con Elizabeth Taylor y James Dean, un llamado sacudió las oficinas de Willson. Confidential, el tabloide más leído en ese tiempo, estaba preparando una larga nota en la que revelaría que Rock Hudson era homosexual.
Henry Willson se movió con rapidez. Utilizó toda su experiencia, sus contacto y poder para acallar la noticia. Era su especialidad. Matar las noticias que podían perjudicar a sus actores. Pero esta vez no sería tan fácil. Rock Hudson se había convertido en una estrella y él o Willson debían dar algo a cambio. Henry cambió figuritas. Aprovechó que hacía unos meses estaba peleado con Rory Calhoun y les contó a los periodistas que el actor tenía antecedentes penales. El otro sacrificado fue Tab Hunter: Willson pasó la información que Hunter había sido arrestado en medio de una orgía gay. La carrera de ambos se desmoronó. Pero a Willson no le importó porque su principal actor salió indemne. Aunque el peligro permanecía latente. Para acallar rumores decidió casar a Rock Hudson con su secretaria, Phyllis Gates. En esa agencia todos se sacrificaban.
Los rumores señalan que ella era lesbiana. Aunque nunca se supo cuál fue la verdadera naturaleza de ese matrimonio sí se conoce que fue breve. Duró tres años y ninguno de los dos se volvió a casar. Ese falso matrimonio debió ser un infierno para ambos. Mientras tanto las revistas de espectáculos publicaban fotos de ellos dos sonrientes tomados de la mano; material que con regularidad les proporcionaba Willson.
Durante una década, entre 1955 y 1965, Rock Hudson estuvo en la lista de las diez estrellas más taquilleras. Fue el único que lo logró tantas veces consecutivas. Encontró una nueva veta en dupla con Doris Day protagonizando comedias románticas inocentes. Cuando su estrella hollywoodense parecía apagarse fue uno de los primeros que no temió volcarse a la televisión. La serie McMillan y esposa le aseguró otras siete temporadas de éxito.
A pesar de que sus últimos años la actividad actoral había mermado, Rock seguía siendo una gran figura. Por eso cuando se supo de su enfermedad el impacto fue tan grande.
Rock Hudson al conocer el diagnóstico optó por el silencio y por intentar continuar con su vida. Fue así como durante esa temporada apareció como actor invitado en la exitosa serie Dinastía.
Pero la internación parisina, la gravedad del paciente y la presión de los medios provocaron la revelación. La primera reacción fue seguir ocultando la situación. El estigma de la enfermedad, los señalamientos eran feroces.
El 23 de julio de 1985, un vocero de Rock Hudson emitió un comunicado en el que informaba que el actor padecía un cáncer de hígado inoperable. Con ese diagnóstico se explicaban la aparición con Doris Day, la delgadez, el desmayo en el hotel. Pero esa versión no conformó a nadie. Los rumores seguían creciendo. A las autoridades del hospital les exigían un parte oficial. El director de la institución habló con el actor. Le dijo que si él no decía la verdad, deberían hacerlo ellos.
El 25 de julio, otra vocera del actor, una parisina, comunicó que Rock Hudson tenía SIDA. La noticia llegó a la tapa de los diarios de todo el mundo. Por primera vez la enfermedad era el centro de la conversación pública. El efecto fue inmediato. Para ese momento habían fallecido, sólo en Estados Unidos, 12 mil personas por el Sida.
El caso de Rock Hudson produjo un vuelco inmediato. Todo el mundo comenzó a hablar de ello. Pero no sólo se trató de la atención mediática. Los políticos, el gobierno republicano y conservador de Ronald Reagan (Hudson era amigo de Nancy, la primera dama) que había evitado meterse en la cuestión debió actuar. Los fondos para la investigación se multiplicaron exponencialmente. Que la enfermedad aquejara a una estrella del cine, que ya no sólo afectara a anónimos de una comunidad minoritaria.
El Sida ocupó la tapa de Newsweek y de Time, las dos revistas más importantes de actualidad de Estados Unidos, en la misma semana.
Pero todavía quedaba un problema a resolver. Cuando la vocera dio el diagnóstico real, los periodistas le preguntaron cómo se había producido el contagio. Ella respondió que Hudson no tenía la menor idea de cómo se lo podía haber contagiado: “Nadie alrededor suyo padece la enfermedad”, afirmó.
La homosexualidad del actor era un secreto a voces en Hollywood. Pero para el gran público todavía mantenía la imagen de galán que forjó a fines de los cincuenta y en los primeros sesenta. El otro inconveniente era que los medios no sabían cómo tratar la cuestión de la homosexualidad. El tema continuaba siendo un tabú. Algunos hasta llegaron a afirmar que la única posibilidad de contagio se había producido en la cirugía coronaria de unos años antes.
El principal diario de San Francisco fue el que se animó a contar lo que todos sabían. Pero, con gesto pudoroso (o por creer que sus lectores todavía no estaban preparados para semejantes revelaciones), el exhaustivo artículo aparecía en una página interna sin estar anunciado en tapa. Sin embargo su efecto fue demoledor.
Al día siguiente los principales medios del mundo se hicieron eco de la noticia. Y la vida oculta de Rock Hudson se empezó a conocer. Hasta ese nota del San Francisco Chronicle nadie hablaba del tema en público. Se llegó al absurdo, tal como cuenta Randy Shilts en And the band played on, la notable historia de la evolución del Sida, de que una asociación que abogaba por los derechos de los homosexuales en San Francisco emtió un comunicado el mismo día en que supo que Hudson estaba enfermo que decía que: “Por fin se hacía público un caso que no estigmatizaba, un caso que salía del nicho de varón blanco y homosexual”. Todas condiciones que reunía Rock Hudson.
En ese tiempo la enfermedad una vez que se manifestaba conducía irreversiblemente a la muerte. No había escapatoria. Eran los años de La Peste Rosa. La enfermedad como castigo divino. La enfermedad estigmatizaba y condenaba, no sólo a morir, sino toda la vida previa.
Si bien se conocía desde tiempo atrás, la explosión mediática provocada por la muerte de Rock Hudson le otorgó trascendencia pública. En medio del gobierno de Reagan, el Sida hace su entrada en escena. La enfermedad ideal para esos tiempos ultra conservadores. Un signo de los tiempos. Los excesos de los tiempos hippies, la droga y el amor libre, se pagaban ahora con la vida. Esa fue la primera lectura, la interpretación que se impuso. Como no podía ser de otra manera en esa época. Sólo los hemofílicos eran mirados con compasión. Su enfermedad tenía otras causas: genéticas y una desgraciada transfusión los había puesto en tan complicado lugar. En cambio, quienes se drogaban y los homosexuales habían encontrado su castigo. Un castigo divino que no afectaba a los probos. Aunque parezca mentira esa interpretación fue la imperante hasta hace pocos años. Las otras enfermedades brutales, innombrables habían sido la tuberculosis y el cáncer. Tenían otras implicancias. El Sida trae una nueva dimensión. Ataca a los que hacen, a los que se divierten por demás.
Ante cualquier otra enfermedad la pregunta ¿Por qué a mí?. Con el Sida, los otros, los que no lo padecían ya tenían respuesta: por drogadicto, por homosexual. Resolviendo de manera falaz (e inclemente) el silogismo. Después, llegó el tiempo de la información –aun escasa- y de los avances en la medicación. La situación en los últimos años varió, aunque no de manera absoluta.
El cáncer, hasta la aparición del sida, ocupaba el puesto más alto en la pirámide de lo innombrable. Quedó ampliamente desplazado. “Penosa enfermedad”, “Cruel y larga dolencia” y otros eufemismos son los utilizados por los diarios, aun hoy, en los obituarios para decir que alguien murió de las enfermedades padecidas por haber contraído VIH.
La noticia de que el Sida afectaba a una celebridad cambió el panorama de manera radical. La discusión ya no se daba sólo en ámbitos científicos ni en las mermadas comunidades homosexuales que veían como sus miembros iban muriendo sin que nadie les prestara atención
Rock Hudson y su revelación, la de su padecimiento -no la de sus preferencias sexuales-, logró que la pandemia fuera visible, que los científicos recibieran fondos para investigación, que la sociedad se concientizara y que las autoridades ejecutaran políticas públicas.
La salud de Rock Hudson se siguió deteriorando. Murió el 2 de octubre de 1985, a punto de cumplir los sesenta años. En una de sus últimas declaraciones dijo: “No estoy feliz por tener Sida, pero si esto puede ayudar a otros, al menos puedo saber que mi propia desgracia tuvo algo positivo”.
Cuatro días antes, el 21 de julio de 1985, se desplomó en medio del lobby de un hotel de lujo parisino. Varios hombres corrieron a asistirlo. Era un hombre alto, con el rostro ajado, la mirada vencida y muy flaco. Lo dieron vuelta con cuidado. Temían lastimarlo aún más.
Todo en ese hombre parecía frágil. Un junco añoso a punto de quebrarse. De a poco pareció recuperarse. La respiración tenue se fue regularizando. Si algo llamaba la atención de su estado era la falta de energía. En ese momento era la persona con menos fuerza de la historia. Uno de los empleados del hotel que corrió a asistirlo le preguntó a otro que estaba a su lado mientras esperaban la llegada del médico: “¿Sabés quién es?”. No hubo respuesta. Sólo una negación con un lento movimiento de cabeza.
Se hacía difícil reconocerlo. El deterioro era muy marcado. Había perdido decenas de kilos y los rasgos de su cara se habían hundido; hasta parecía que se había difuminado su mandíbula cuadrada.
Minutos después, una ambulancia trasladaba a Rock Hudson, la estrella de Hollywood, al American Hospital de París.
Los medios se enteraron y comenzaron las presiones para que se emitiera un comunicado sobre la salud del actor.
Su última aparición pública había sido una semana antes. Había filmado con su antigua compañera y amiga, Doris Day, unos avances para el programa que ella estaba por lanzar para una cadena de cable. Al llegar al rodaje, la imagen de Hudson impactó a todos. Doris Day hizo como si nada pasara. Lo cobijó, no hizo preguntas e intentó que él estuviera lo más cómodo posible. Entendió el esfuerzo que su amigo estaba haciendo para acompañarla. El círculo íntimo de Rock Hudson le había aconsejado que no se presentara. Pero él insistió en que debía cumplir con la palabra empeñada. Estaba extremadamente flaco, le costaba caminar y su discurso de a ratos se sumía en la confusión.
De allí partió a París. Los médicos no aconsejaban el viaje; temían que no lo soportara. Él dio la excusa de un festival de cine pero en realidad se dirigía al Instituto Pasteur. Iba en busca de una droga experimental para intentar mejorar su salud. Las noticias (o los rumores) sobre el HPA-23 eran alentadoras. Era casi la única excusa que se tenía para ser optimista. Se decía que los pacientes progresaban. Hudson fue en busca de ese tratamiento. Pero el colapso en el hotel cambió los planes.
Excepto tres o cuatro personas muy cercanas a él, el resto no sabía la verdad. Podían sospecharlo pero Rock no les había revelado el diagnóstico que había recibido una año antes.
En mayo de 1984, algunos malestares y una mancha en el cuello lo llevaron al médico. No se preocupó demasiado. Supuso que para solucionarlo sólo debía dejar ciertos malos hábitos. El exceso de bebida y los desarreglos alimenticios. A principio de la década lo habían operado del corazón. El médico realizó la biopsia sin adelantar ningún presunto diagnóstico. Pero en los últimos meses esa imagen, esa mancha había pasado demasiadas veces delante de sus ojos.
El resultado lo recibió el 4 de mayo de 1984: Sarcoma de Kaposi. Rock Hudson tenía Sida. A partir de ese momento, el actor encaró todos los (escasos) tratamientos en ese tiempo. Así fue cómo se enteró de la posibilidad del HPA-23 en París.
Henry Willson, el cruel representante de artistas, cuya imagen actualizó la serie Hollywood, ayudó a consagrar a más de una decena de galanes. Todos respondían a un patrón. Físico portentoso, rostro fresco y ningún talento para la actuación. Tanto fue el suceso de Willson en imponer a sus actores y tan parecidos eran todos entre sí que instaló una nueva categoría de galán en Hollywood: los Beefcake. Actores que aprovechaban cada oportunidad que tenían para mostrar su torso, musculosos y bronceados que se peleaban por las portadas de las revistas con las mujeres: ya no sólo ellas aparecían en traje de baño.
Había otras características que hermanaba a los actores de la escudería Willson: a todos les costaba decir una línea de diálogo con fluidez y ninguno conservaba su nombre de origen. Willson tenía un talento especial para bautizar a sus representados. Ellos no podían participar de la elección de su nombre artístico. Esa era una exclusiva facultad de Henry. Los elegía sonoros, contundentes y con algo de misterio. Todo un talento
Pero el actor de Willson que más lejos llegó fue Rock Hudson. A él, como a los demás, le eligió el nombre, lo mandó al gimnasio, le cambió los dientes y hasta le hizo destruir sus cuerdas vocales para que después tuviera una nueva voz. Hudson no tenía la menor habilidad actoral. En su primera película sólo tenía una frase que tuvo que ser reescrita una decena de veces para que el actor pudiera por fin decirla con cierta fluidez. Pero su carrera fue creciendo.
“Sólo dos veces en mi vida pedí a los aspirantes que ingresaban a mi oficina que leyeran alguna página de un guión para mí. Ambas lecturas fueron desastrosas. Realmente horribles. Ninguno de los dos tenía el menor talento. Nada. Pero ambos poseían algo más. algo intangible que podemos llamar Sex appeal. Ellos dos eran Rock Hudson y Lana Turner”, solía jactarse Henry Willson.
Roy Harold Scherer Jr. era un joven camionero de Illinois. Soñaba como tantos chicos en triunfar en el cine. El día que entró a la oficina de Willson su vida cambió para siempre Cuando salió de ella ni siquiera conservaba su nombre. Desde ese momento sería Rock Hudson.
Luego de actuar en Sublime Obsesión y Escrito en el Viento, Hudson se convirtió en una estrella. Cuando estaba a punto de comenzar el rodaje de Gigante con Elizabeth Taylor y James Dean, un llamado sacudió las oficinas de Willson. Confidential, el tabloide más leído en ese tiempo, estaba preparando una larga nota en la que revelaría que Rock Hudson era homosexual.
Henry Willson se movió con rapidez. Utilizó toda su experiencia, sus contacto y poder para acallar la noticia. Era su especialidad. Matar las noticias que podían perjudicar a sus actores. Pero esta vez no sería tan fácil. Rock Hudson se había convertido en una estrella y él o Willson debían dar algo a cambio. Henry cambió figuritas. Aprovechó que hacía unos meses estaba peleado con Rory Calhoun y les contó a los periodistas que el actor tenía antecedentes penales. El otro sacrificado fue Tab Hunter: Willson pasó la información que Hunter había sido arrestado en medio de una orgía gay. La carrera de ambos se desmoronó. Pero a Willson no le importó porque su principal actor salió indemne. Aunque el peligro permanecía latente. Para acallar rumores decidió casar a Rock Hudson con su secretaria, Phyllis Gates. En esa agencia todos se sacrificaban.
Los rumores señalan que ella era lesbiana. Aunque nunca se supo cuál fue la verdadera naturaleza de ese matrimonio sí se conoce que fue breve. Duró tres años y ninguno de los dos se volvió a casar. Ese falso matrimonio debió ser un infierno para ambos. Mientras tanto las revistas de espectáculos publicaban fotos de ellos dos sonrientes tomados de la mano; material que con regularidad les proporcionaba Willson.
Durante una década, entre 1955 y 1965, Rock Hudson estuvo en la lista de las diez estrellas más taquilleras. Fue el único que lo logró tantas veces consecutivas. Encontró una nueva veta en dupla con Doris Day protagonizando comedias románticas inocentes. Cuando su estrella hollywoodense parecía apagarse fue uno de los primeros que no temió volcarse a la televisión. La serie McMillan y esposa le aseguró otras siete temporadas de éxito.
A pesar de que sus últimos años la actividad actoral había mermado, Rock seguía siendo una gran figura. Por eso cuando se supo de su enfermedad el impacto fue tan grande.
Rock Hudson al conocer el diagnóstico optó por el silencio y por intentar continuar con su vida. Fue así como durante esa temporada apareció como actor invitado en la exitosa serie Dinastía.
Pero la internación parisina, la gravedad del paciente y la presión de los medios provocaron la revelación. La primera reacción fue seguir ocultando la situación. El estigma de la enfermedad, los señalamientos eran feroces.
El 23 de julio de 1985, un vocero de Rock Hudson emitió un comunicado en el que informaba que el actor padecía un cáncer de hígado inoperable. Con ese diagnóstico se explicaban la aparición con Doris Day, la delgadez, el desmayo en el hotel. Pero esa versión no conformó a nadie. Los rumores seguían creciendo. A las autoridades del hospital les exigían un parte oficial. El director de la institución habló con el actor. Le dijo que si él no decía la verdad, deberían hacerlo ellos.
El 25 de julio, otra vocera del actor, una parisina, comunicó que Rock Hudson tenía SIDA. La noticia llegó a la tapa de los diarios de todo el mundo. Por primera vez la enfermedad era el centro de la conversación pública. El efecto fue inmediato. Para ese momento habían fallecido, sólo en Estados Unidos, 12 mil personas por el Sida.
El caso de Rock Hudson produjo un vuelco inmediato. Todo el mundo comenzó a hablar de ello. Pero no sólo se trató de la atención mediática. Los políticos, el gobierno republicano y conservador de Ronald Reagan (Hudson era amigo de Nancy, la primera dama) que había evitado meterse en la cuestión debió actuar. Los fondos para la investigación se multiplicaron exponencialmente. Que la enfermedad aquejara a una estrella del cine, que ya no sólo afectara a anónimos de una comunidad minoritaria.
El Sida ocupó la tapa de Newsweek y de Time, las dos revistas más importantes de actualidad de Estados Unidos, en la misma semana.
Pero todavía quedaba un problema a resolver. Cuando la vocera dio el diagnóstico real, los periodistas le preguntaron cómo se había producido el contagio. Ella respondió que Hudson no tenía la menor idea de cómo se lo podía haber contagiado: “Nadie alrededor suyo padece la enfermedad”, afirmó.
La homosexualidad del actor era un secreto a voces en Hollywood. Pero para el gran público todavía mantenía la imagen de galán que forjó a fines de los cincuenta y en los primeros sesenta. El otro inconveniente era que los medios no sabían cómo tratar la cuestión de la homosexualidad. El tema continuaba siendo un tabú. Algunos hasta llegaron a afirmar que la única posibilidad de contagio se había producido en la cirugía coronaria de unos años antes.
El principal diario de San Francisco fue el que se animó a contar lo que todos sabían. Pero, con gesto pudoroso (o por creer que sus lectores todavía no estaban preparados para semejantes revelaciones), el exhaustivo artículo aparecía en una página interna sin estar anunciado en tapa. Sin embargo su efecto fue demoledor.
Al día siguiente los principales medios del mundo se hicieron eco de la noticia. Y la vida oculta de Rock Hudson se empezó a conocer. Hasta ese nota del San Francisco Chronicle nadie hablaba del tema en público. Se llegó al absurdo, tal como cuenta Randy Shilts en And the band played on, la notable historia de la evolución del Sida, de que una asociación que abogaba por los derechos de los homosexuales en San Francisco emtió un comunicado el mismo día en que supo que Hudson estaba enfermo que decía que: “Por fin se hacía público un caso que no estigmatizaba, un caso que salía del nicho de varón blanco y homosexual”. Todas condiciones que reunía Rock Hudson.
En ese tiempo la enfermedad una vez que se manifestaba conducía irreversiblemente a la muerte. No había escapatoria. Eran los años de La Peste Rosa. La enfermedad como castigo divino. La enfermedad estigmatizaba y condenaba, no sólo a morir, sino toda la vida previa.
Si bien se conocía desde tiempo atrás, la explosión mediática provocada por la muerte de Rock Hudson le otorgó trascendencia pública. En medio del gobierno de Reagan, el Sida hace su entrada en escena. La enfermedad ideal para esos tiempos ultra conservadores. Un signo de los tiempos. Los excesos de los tiempos hippies, la droga y el amor libre, se pagaban ahora con la vida. Esa fue la primera lectura, la interpretación que se impuso. Como no podía ser de otra manera en esa época. Sólo los hemofílicos eran mirados con compasión. Su enfermedad tenía otras causas: genéticas y una desgraciada transfusión los había puesto en tan complicado lugar. En cambio, quienes se drogaban y los homosexuales habían encontrado su castigo. Un castigo divino que no afectaba a los probos. Aunque parezca mentira esa interpretación fue la imperante hasta hace pocos años. Las otras enfermedades brutales, innombrables habían sido la tuberculosis y el cáncer. Tenían otras implicancias. El Sida trae una nueva dimensión. Ataca a los que hacen, a los que se divierten por demás.
Ante cualquier otra enfermedad la pregunta ¿Por qué a mí?. Con el Sida, los otros, los que no lo padecían ya tenían respuesta: por drogadicto, por homosexual. Resolviendo de manera falaz (e inclemente) el silogismo. Después, llegó el tiempo de la información –aun escasa- y de los avances en la medicación. La situación en los últimos años varió, aunque no de manera absoluta.
El cáncer, hasta la aparición del sida, ocupaba el puesto más alto en la pirámide de lo innombrable. Quedó ampliamente desplazado. “Penosa enfermedad”, “Cruel y larga dolencia” y otros eufemismos son los utilizados por los diarios, aun hoy, en los obituarios para decir que alguien murió de las enfermedades padecidas por haber contraído VIH.
La noticia de que el Sida afectaba a una celebridad cambió el panorama de manera radical. La discusión ya no se daba sólo en ámbitos científicos ni en las mermadas comunidades homosexuales que veían como sus miembros iban muriendo sin que nadie les prestara atención
Rock Hudson y su revelación, la de su padecimiento -no la de sus preferencias sexuales-, logró que la pandemia fuera visible, que los científicos recibieran fondos para investigación, que la sociedad se concientizara y que las autoridades ejecutaran políticas públicas.
La salud de Rock Hudson se siguió deteriorando. Murió el 2 de octubre de 1985, a punto de cumplir los sesenta años. En una de sus últimas declaraciones dijo: “No estoy feliz por tener Sida, pero si esto puede ayudar a otros, al menos puedo saber que mi propia desgracia tuvo algo positivo”.
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